Sin derecho a pensar en ti

6. Cuando no pude dejar de amarte

El color se borró a mi alrededor, solo quedaron pinceladas en escala de grises que difuminaron los momentos felices a su lado. Isabel me apartó, comprendí que tenerme cerca conociendo mis sentimientos era insostenible. Estábamos tan bien, por días odié a quien le sugirió que era capaz de exigir algo a cambio de mi apoyo. Mejor sabía yo que solo deseaba su compañía y el placer de contribuir a su bienestar. Que ella estuviera bien impactaba directo en mis sobrinos, y a esos niños los adoraba por ser el legado de mi querido hermano. A ella la amaba tanto que su lejanía me hundió de nuevo en el infierno.

El pequeño Octavio fue quien más mostró extrañarme, marcaba mi número todas las noches desde el celular de su mamá. Se deshacía en entusiasmo detallándome su día y luego colocaba el aparato en la carita de su hermana para que me saludara. Isabel no se atrevía a hablarme, no supe si por enfado, agobio o pena. Seguí depositándole un apoyo económico que era regresado de inmediato. Aborrecí su terquedad, parecía haber olvidado que era para los hijos de Efraín y que si ella no tocaba el dinero no me importaba, al menos debía tener la prudencia de guardarlo para una emergencia. Fueron esos arranques los que me mostraron su lado más humano, y me hicieron comprender la realidad de que son las cualidades las que enamoran, pero los defectos, la medida de nuestro amor, porque a pesar de ellos, yo seguía queriéndola.

La navidad se acercaba, otra en la que la soledad se perfilaba como mi compañera, la fiel y cuyo retorno veía llegar para siempre. Me faltaban pocos años para cumplir cuarenta, había disfrutado mi soltería al máximo y tras tanto tiempo amando a la misma mujer, comprendí que no necesitaba formar una familia con nadie más. Me importaba un carajo morirme solo, así se murió Efraín pese a tenerlos a ellos, así también partió mi mamá. Qué más daba que yo me fuera igual, ni que pudiéramos llevarnos a alguien. Resignado, viví cada día como lo hice antes.

Entonces fue otra llamada la que sacudió el suave colchón de la apatía en el que deposité mi desaliento. La voz al otro lado me asombró, era la mamá de Isabel, la misma por la que perdí lo que edificamos juntos y que tan bien nos hizo a los cuatro. Quise colgarle, seguía aborreciendo su intervención, pero cuando se mostró vulnerable no pude hacerlo. Maldito impulso de cuidar de otros que me había jodido la vida. Necesitaba mi ayuda, qué sorpresa, siempre era así. Permití que explicara su apuro solo para contagiarme de la misma urgencia. Isabel no había llegado por los niños y ya pasaban de las nueve, pensar que las calles estaban más solas que de costumbre por el frío de la temporada la puso nerviosa. Además, su hora de salida era a las seis y el trayecto era de cuarenta minutos en autobús. Lo peor llegó con su incapacidad de comunicarse con ella, sus intentos terminaban en el buzón de voz. Explicó sin que fuera necesario que su esposo estaba enfermo y su hijo trabajando turno nocturno. Ningún vecino quiso ayudarla tampoco y sus achaques ya no le permitían moverse rápido. Otra mujer desesperada, ¿qué podía hacer cuando la causa era la persona que más espacio ocupaba en mi corazón?

Salí de ahí alterado y muerto de miedo, solo de imaginar un mundo sin ella. Prefería morirme, saberla lejos era triste, pero que le sucediera algo malo significaba la extinción de la esperanza. Con tanto crimen, que un mal nacido se atreviera a tocar a la Isabel de Efraín era un escenario en el que no quería ni pensar, y al mismo tiempo no podía descartar. Llegué hasta su trabajo tras conducir como un jodido irresponsable. El sitio estaba cerrado. Volví al auto y recorrí el sendero hasta la parada de autobús. «Las malas noticias tienen alas», repetí lo que decía mi madre para calmar el golpeteo insoportable del órgano en mi pecho y la sobredemanda de aire que exigían mis pulmones.  

Lo desierto del panorama urbano era la peor de las señales; nadie caminando, ni autos en las calles, el mío era el único. Llegué a mi destino y como no la vi me seguí de frente, bastó que avanzara unas cuadras para alcanzar una camioneta que se movía muy lento. El tipo que ocupaba el lugar del copiloto llevaba medio cuerpo afuera, gritaba haciendo señas como un bruto. No entendí, pero fue fácil adivinar cuando por la acera la vi a ella. Se abrazaba a sí misma pegadita a los portones de las casas y sin dejar de caminar. La escena me calentó la sangre, apreté la bocina con todas mis fuerzas y me les puse detrás, casi justo para chocarlos. Isabel volteó y reconoció el auto enseguida, así que fue a mi encuentro. Los hijos de perra que la habían estado acosando, cobardes al fin, se fueron rechinando los neumáticos. Basuras, más les valía porque tenía unas ganas de matarlos a golpes, ¿cómo se atrevían? Ella era lo más sagrado para mí y para mi hermano, también para sus hijos y sus padres. Abrí la puerta y corrí hasta alcanzarla; mi cuerpo fue su refugio y la sentí enterrarme los dedos tras rodear con sus brazos mi cintura. Estaba aterrada, pero tenerla ahí, junto a mi corazón poco a poco apartó tanta angustia.

Mientras íbamos a casa de su madre me dijo que se quedó sola haciendo inventario. Estuvo tan concentrada que olvidó avisar y salió sin darse cuenta de que a su celular se le había muerto la batería. Cuando estaba aguardando el autobús, esos desgraciados pasaron por ahí y comenzaron a decirle de cosas. Como no había nadie cerca y el transporte no aparecía, decidió comenzar a caminar, esperando que se cansaran de seguirla. Una amarga impotencia me apretó todo, ella no tenía por qué estar pasando todas esas tonterías. En silencio y con gesto agrio, la llevé con sus padres, me recibieron contentos de verla a salvo. Octavio y Maite corrieron a abrazarme. Los había extrañado y por primera vez, me atreví a sentir mío el derecho a estar con ellos.




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