1 de marzo 17: 00
Joseph frunció el ceño, sus ojos buscando señales en mi rostro.
—Trix —dijo con voz baja, sin dramatismos—. ¿Estás bien?
No respondí, ni siquiera moví los labios. Él sabía que no, y no insistió más. En vez de eso, me tomó del brazo con firmeza y me guió hacia su coche sin hacer preguntas. No era momento para discutir; conmigo, una causa perdida, eso era inútil.
Metieron a Hunter en la ambulancia y yo me colé detrás, aferrada a su mano como si soltarla fuera perderlo para siempre. La ambulancia avanzaba sin pausa, una máquina corriendo contra el tiempo. El pitido del monitor taladraba mis oídos, y las luces azules iluminaban mi rostro empapado en sudor y miedo.
Me sento al borde de la camilla, donde Hunter yace inmóvil, y mis manos tiemblan sin control. La sangre fresca bajo mis uñas recuerda brutalmente el al accidente, esa delgada línea entre la vida y la muerte. Un paramédico me lanza una mirada rápida, seria y profesional, pero dentro de mí solo crecía un vacío.
El camino al hospital es un borrón. Mis uñas arañan el aire mientras el impacto se repetía una y otra vez en mi cabeza.
Tiene que estar bien. Tiene que estar bien.
El aire huele a desinfectante y urgencia, tan limpio que parece querer borrar el caos que dejamos atrás. El motor ruge mientras el vehículo gira en cada curva, lanzándonos de un lado a otro, atrapados entre destino y esperanza.
Afuera, el mundo se mueve lento, como si se negara a avanzar. Pero dentro de la ambulancia todo va demasiado rápido: decisiones pesadas, miradas tensas y un silencio que grita más fuerte que las sirenas.
Cuando llegamos, lo llevan directo a cirugía. Me quedo en la sala de espera, sentada en una silla de plástico incómoda, con las manos entrelazadas y los nudillos blancos de tanto apretarlos.
Cada minuto que pasa es una tortura. Joseph camina de un lado a otro, serio y contenido, pero sin decir palabra. Yo no puedo moverme, no quiero hablar, no quiero pensar. Solo quiero que alguien salga y me diga que todo está bien.
Finalmente, la doctora aparece con paso decidido.
—¿Familia de Hunter Cavaleri? —preguntó con voz neutral, sin alterar el tono.
Me levanto de un salto.
—Soy su mejor amiga.
Ella asiente apenas, sin emoción visible.
—Lo llevaron a cirugía inmediatamente. Es una situación delicada. Estamos haciendo todo lo posible.
No añade más. Su mirada firme y fría no deja espacio a falsas esperanzas. Era profesional hasta el hueso, pero en esa frialdad también hay una promesa tácita: esta haciendo todo lo que podía.
La doctora entra al cuarto de espera, su expresión firme pero sin perder la humanidad que le queda.
—Tuvo un traumatismo craneoencefálico severo —dijo con voz clara, medida, sin titubeos—. Está en coma.
El mundo se detuvo.
No añade nada más, porque no hay palabras que suavizaran esa realidad. Su tono, preciso y directo, deja claro que la situación era crítica, pero también muestra que esta allí para hacer todo lo posible, sin falsas esperanzas.
— C—coma —repito, como si la palabra fuera un acertijo imposible, aunque sé perfectamente lo que significa.
— Su estado es crítico. Debemos esperar y ver cómo responde en las próximas 48 horas.
— 48 horas... joder, eso son dos días enteros.
Asiento con la cabeza, aunque no sé si realmente he procesado lo que la doctora me acaba de decir.
Al fin cruzo la puerta de la habitación 407 con un nudo en el estómago que no me da tregua.
Hunter está ahí, inmóvil, dormido en un sueño profundo del que nadie sabe si despertará. Su rostro tranquilo y frágil me atraviesa el pecho, y siento cómo el miedo y la incertidumbre me devoran por dentro.
Me dejo caer en la silla junto a su cama. Hundo el rostro entre las manos y, de inmediato, un mareo me sacude. He dejado de controlar mi azúcar, lo sé, pero preocuparme por eso ahora se siente como una burla cruel del destino. ¿De qué sirve cuidarme si él está así?
Hunter está ahí, conectado a un enjambre de máquinas que no dejan de pitar, como si quisieran recordarme a cada segundo que su vida pende de un hilo. Su piel, más pálida de lo que jamás imaginé, ha adquirido un tono amarillento, enfermizo... como si el accidente le hubiera arrancado hasta el último rastro de vida.
Me acerco con el corazón golpeando fuerte, desbocado, y me dejo caer en la silla junto a su camilla. Esa camilla blanca y beige, impersonal, fría, parece construida para sostener cuerpos rotos... y también el peso de nuestra desesperación. Todo en esta habitación grita silencio, pero yo solo oigo el miedo latiéndome en las sienes.
— ¿Eres un idiota? ¿Lo sabías? — mi voz es apenas un susurro, cargado de ironía y rabia contenida.
Agarro su mano con cuidado, como si fuera de cristal.
— Te juro que si te atreves a dejarme, te mataré yo misma.
Joseph resopla detrás de mí, sin decir una palabra.
Me inclino un poco más, con los ojos ardiendo y la garganta apretada.
— No puedes hacerme esto, Hunter. No a mí.
Cuando las primeras lágrimas caen sobre su mano, ni siquiera intento esconderlas.
—¿Sigues en coma, idiota? ¿Cuánto más vas a hacerme esperar? —susurré, intentando dibujar una sonrisa que no llegaba.
Siento cómo mi garganta arde en silencio. Saco el glucómetro del bolsillo y me pincho el dedo con rapidez. Observo la gota de sangre extenderse sobre la tira reactiva, y fijo la mirada en la pantalla. 55 mg/dl. Estoy bajo otra vez.
— Genial — murmuro, masajeándome las sienes con la misma esperanza absurda de que eso calme el caos en mi cabeza.
Mi cuerpo entra en pánico, una alarma roja que no puedo apagar. El azúcar está por los suelos, pero mi corazón... ese ya se rompió en mil pedazos hace tiempo, así que ni siquiera me molesto en preocuparme por mí misma. Necesito comer algo, claro, pero ¿para qué engañarme? Mejor dejo que este desastre me devore con estilo.
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Editado: 28.06.2025