Skill Shot: El camino de Alex - Historia de Fútbol Callejero

Capítulo 10: Silencio y bronca

El domingo amaneció gris, con un cielo cubierto de nubes bajas que parecían anticipar el día de Alex. Se despertó temprano, con un nudo en el estómago que no lo había dejado dormir bien. La euforia de ganar su primer torneo de Skill Shot todavía zumbaba en su cuerpo, pero estaba opacada por el silencio de Ann.

Revisó el celular apenas despabilo sus ojos: ni una llamada, ni un mensaje, ni las rayitas azules en el WhatsApp que le había mandado. La imagen de ella yéndose de la plaza, con esa mezcla de enojo y tristeza en la cara, se le había incrustado como un clavo oxidado. Se quedó un rato dando vueltas en la cama, con el celular en la mano, hasta que el frío de la mañana lo obligó a moverse.

Se levantó, sintiendo las piernas pesadas del cansancio del torneo, y fue directo al baño. Abrió la ducha y dejó que el agua fría le pegara en la cara y el cuerpo, un chorro helado que lo despabiló de golpe. Quería calmar la ansiedad que le apretaba el pecho, esa sensación de no saber qué pasaba con Ann, de no poder explicarle que lo de Emilia no había sido nada.

Mientras el agua le corría por la espalda, pensó en ir a su casa, tocarle el timbre y hablar cara a cara, pero entonces recordó: Ann trabajaba todo el domingo en el bar. Doble turno, de nuevo. No iba a estar, y él no podía pasarse el día esperando frente a su puerta como un perro perdido. "Mejor me muevo yo también", pensó, cerrando la llave y envolviéndose en una toalla vieja que olía a jabón barato.

Fue hacia la cocina en silencio, todavía con el pelo húmedo pegado a la frente. La casa estaba quieta, con Nico seguramente seguía durmiendo después de haberse quedado hasta tarde hablando del torneo con sus amigos, y sus padres todavía en su cuarto. Agarró una tostada fría de la mesada, sobras del día anterior y se la comió de una, mirando por la ventana cómo las nubes grises se amontonaban sobre el barrio.

No quería quedarse encerrado, rumiando lo de Ann o la pelea típica con su padre por estar sin hacer nada. "Voy a trabajar", decidió, masticando rápido. Los repartos con la bici de su padre eran lo único que le daba plata en la mano, y hoy necesitaba esa excusa para salir, para no pensar tanto.

Sacó la bici del garaje con cuidado, revisando que las ruedas estuvieran bien infladas y que el celular tuviera batería para las apps de delivery. Antes de salir, le mandó otro mensaje a Ann: "Por favor, háblame cuando puedas. No quiero que pienses mal. Te extraño". Lo envió esperando su respuesta, guardó el teléfono en el bolsillo y pedaleó hacia el centro bajo un cielo que amenazaba lluvia, pero no se decidía a largar.

El día pasó en un borrón de calles, bolsitas de pedidos y propinas mezquinas. Hizo repartos desde las nueve de la mañana: unas facturas y criollitos, un pedido de farmacia, un par de cafés para unas oficinas. El viento frío le pegaba en la cara mientras pedaleaba, y cada tanto sacaba el celular para ver si Ann había contestado. Nada. Solo notificaciones de Instagram, más comentarios sobre el torneo, que ya no le sacaban la misma sonrisa.

A eso de las cuatro, después de entregar un pedido en un edificio del centro, Alex salió al trote por la puerta giratoria con la mochila a medio cerrar. Estaba por subirse de nuevo a la bici cuando escuchó una voz desde la vereda.

—¡Eh, vos! ¡Sos Alex, el del torneo!

Se dio vuelta y vio a un chico de unos doce años, con la camiseta de Argentina y una pelota desinflada bajo el brazo. Lo miraba con los ojos brillantes, como si lo hubiera reconocido a kilómetros.

—¿Fuiste vos el que salió campeón, no? ¡Una locura!

Alex parpadeó, medio sorprendido.

—Sí… ese era yo.

—Yo estuve ahí —dijo el chico, acercándose—. Con mi hermano. Sos un crack, posta. Jugas muy bien. Mi sueño es entrar a un torneo así. Cuando te vi pensé: “yo quiero jugar como ese”. ¿Vas a estar el sábado?

Alex dudó un segundo, pero luego sonrió de lado.

—Capaz. Si no me rompo las piernas antes, ahí estaré.

El chico se rió, le chocó los puños sin pedir permiso y empezó a alejarse trotando.

—¡Nos vemos crack! —le gritó desde la esquina.

Alex se quedó un momento mirando cómo se perdía entre la gente, con la pelota bajo el brazo como si fuera un tesoro. Después volvió a mirar su bici, y por un instante, la mochila pesada no se sintió tan pesada. Siguió pedaleando, acumulando unos pocos billetes arrugados que guardó en la mochila.

A eso de las ocho de la noche, con las piernas temblando y el cielo ya oscuro, decidió volver a casa. Había hecho tantos repartos que perdió la cuenta, y el cuerpo le pedía parar. Tomó el camino más corto por una calle angosta cerca de la plaza, pedaleando despacio mientras las luces de los autos lo alumbraban de a ratos. Estaba a unas cuadras de su casa cuando escuchó pasos rápidos detrás de él.

Antes de que pudiera girar, una mano lo agarró del hombro y lo tiró de la bici. Cayó al pavimento con un golpe seco, raspándose las manos y la rodilla derecha, esa que ya le dolía de antes. Dos tipos, uno flaco con una capucha y otro más bajo con una gorra gastada, lo miraron desde arriba.

—Dame la mochila, rápido —dijo el flaco, sacando un cuchillo que brilló bajo la luz de un poste.

Alex intentó levantarse, con el corazón latiéndole con intensidad, pero el otro le puso un pie en el pecho para mantenerlo abajo.




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