El domingo arrancó con ese tipo de cielo que no dice nada. Ni nublado, ni despejado. Como si Dios también tuviera dudas sobre lo que iba a hacer ese día.
Alex se despertó con el cuerpo y el corazón hecho pedazos. No era solo por el último torneo de Skill Shot que había perdido en manos de Stefano, su máximo rival o por las pedaladas eternas como repartidor, era otra cosa. Un cansancio más interno, como si su alma necesitara estirarse y bostezar fuerte.
Se levantó de la cama con un gemido, arrastrando los pies hasta la cocina. Mientras calentaba agua para el mate cocido, se quedó mirando por la ventana. El barrio estaba tranquilo, con ese silencio típico de los domingos por la mañana, roto solo por el ladrido lejano de un perro y el murmullo de una radio en alguna casa vecina. Alex suspiró, rascándose la nuca. A veces sentía que su vida era una repetición infinita: pedaleos, estudio, noches mirando videos de tecnología, negocios y fútbol en YouTube, soñando con una grandeza que parecía cada vez más lejana.
Pero como una señal divina, el celular vibró sobre la mesa, sacándolo de su trance. Era Fernando. Ver su nombre en la pantalla ya le arrancó una sonrisa, porque si algo extrañaba de su antiguo empleo era a él y su capacidad para hacerlo reír con cualquier cosa.
—¿Qué hacés, fenómeno? —atendió Alex, con la voz todavía pastosa de sueño.
—¿Estás listo para hacer historia o tenés que pedalear todo el día? —La voz de Fernando era puro fuego, como siempre, cargada de una energía que te contagiaba incluso a través del teléfono.
—¿Qué decís? No te entiendo nada —respondió Alex, apoyándose contra la pared, todavía medio dormido.
—Te tengo una propuesta. Mi primo juega en un torneo de country, uno de esos con canchas con pastito perfecto y asado después. Hoy tienen un partido clave, pero se les cayó un delantero. Me pidió si conocía a alguien que la rompa, y yo pensé: "¿A quién conozco que tenga hambre de gloria y los pies tocados por los dioses?" Y, obvio, me acordé de vos.
Alex soltó una risa seca, pero por dentro sintió un nudo en el estómago. Hacía años que no jugaba un partido de fútbol once, desde aquella lesión que lo había dejado con más miedo que ganas. Recordaba la última vez que pisó una cancha grande: el dolor en la rodilla, los gritos del entrenador, la sensación de haber decepcionado a todos. Desde entonces, se había refugiado en entrenar, en Skill Shot donde podía brillar sin tanta presión. Pero fútbol once era otra cosa. Era el fútbol de verdad, el que olía a césped recién cortado, a sudor y a sueños grandes.
—Fer, no estoy para eso —dijo, rascándose la cabeza—. Me falta aire hasta para subir las escaleras del cole. Hace mil que no juego en ese tipo de cancha. Además, ayer jugué un torneo y encima lo perdí, estoy hecho bosta.
—¡Callate, boludo! —lo cortó Fernando, con ese tono que no admitía excusas—. Tenés diecisiete años deja de quejarte. Esto es para vos, Alex. Vas a volver a sentir el pasto bajo los botines, como Dios manda. ¿O me vas a decir que no extrañás esa sensación?
Alex se quedó en silencio, mirando el vapor que subía del mate cocido. Fernando tenía razón. Extrañaba todo eso. Extrañaba la adrenalina, el instante en que la pelota salía de su pie y el mundo entero parecía detenerse. Pero también estaba el miedo, ese murmullo en su cabeza que le decía que no estaba listo, que no era suficiente.
—¿A qué hora? —preguntó finalmente, casi sin darse cuenta.
—¡Ese es mi crack! —gritó Fernando, y Alex pudo imaginarlo saltando en un festejo—. En media hora paso a buscarte. Ponete los botines y prepara ese fuego sagrado.
Cuando cortó, Alex se quedó mirando el celular un segundo más. Media hora. No había tiempo para dudar. Se puso lo primero que encontró: un short negro algo desgastado, una camiseta gris sin escudo, medias largas que sacó del fondo del cajón. Los botines estaban en un rincón, cubiertos de barro. Los limpió con un trapo, sintiendo el cuero gastado bajo los dedos. Eran los mismos botines con los que había jugado su último partido de fútbol once, los mismos que habían soportado sus mejores días y su peor caída. Se los puso con una mezcla de ansiedad y esperanza, como si atarse los cordones fuera un ritual para despertar algo que llevaba dormido demasiado tiempo.
Cuando salió a la calle, el auto ya estaba estacionado en la esquina, con la música a todo volumen. Fernando bajó la ventanilla, le tiró un guiño y una sonrisa que valía más que cualquier discurso motivacional.
—Subí. Hoy la rompemos —dijo, golpeando el volante con entusiasmo—. Vamos a bajarles los humos a los del country que se creen todas figuras porque tienen camisetas con escudo bordado y sponsor.
—¿Es posta? —preguntó Alex, subiendo al auto y acomodándose en el asiento del acompañante.
—Sí, es un clásico de country. Pero le vamos a ganar. Con vos en el equipo ellos no tienen chance.
El viaje hasta la cancha fue una cápsula de energía pura. Fernando no paraba de hablar, como siempre. Le contó anécdotas del primo, un tipo que según él era "el alma del equipo, pero con menos técnica que un tractor". Le habló de un volante que se hacía llamar "Iniesta", aunque jugaba como si tuviera treinta asados encima. Le describió al arquero rival, un grandote que parecía más un rugbier que un futbolista, pero que se comía los goles como si fueran caramelos. Alex se reía tanto que, sin darse cuenta, los nervios se le fueron diluyendo. Eso era lo que Fernando hacía mejor.
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Editado: 10.05.2025