Mi vida había cambiado de la noche a la mañana, en un parpadeo todo lo que conocía desapareció y quedó en la nada, provocando que estuviera sola y abandonada. Si cerraba mis ojos, podía ver el momento en que mi mundo se vino abajo y dio un giro de ciento ochenta grados.
Bajé las escaleras después de terminar una llamada con mi psicóloga, quien tuvo que cancelar nuestra cita de esa tarde por una urgencia familiar y esperaba que todo estuviera bien, ya que ella no se merecía nada malo en su vida. Había sido mi fuente de apoyo más tiempo de lo que yo creía necesario, pero si quería sanar tenía que derrotar a mis demonios y su ayuda era fundamental para lograrlo.
Llegué a la cocina y la encontré desierta, fruncí el ceño ya que era raro siendo las dos de la tarde. Mi madre siempre se encontraba en la cocina a esa hora terminando de dejar todo limpio antes de prepararse para llevarme a mi terapia. Teníamos una rutina muy exigente por mi bien, pues cualquier cambio me desequilibraba provocando que terminara en un estado que odiaba.
Caminé hacia el refrigerador para sacar la jarra con jugo de naranja, agarré un vaso de cristal de le encimera que se encontraba al lado. Me serví y tomé un pequeño sorbo mientras miraba el patio trasero, el cual consistía por una gran piscina y un bosque a los alrededores. Tenía juegos infantiles en una esquina, los mismos que lentamente se oxidaban por su falta de uso. Mi madre poseía un jardín hermoso y siempre quise ayudarla a cuidarlo, pero poner un pie en el césped me ponía mal. Mis padres habían ordenado mantener la piscina cubierta por mí, ya que cada vez que miraba el agua estancada mi corazón empezaba a latir como loco haciendo que recordar esa fatídica noche en que mi infancia fue arrancada de mí, cuando la normalidad se fue y los demonios aparecieron.
Terminé de beber el jugo y caminé hacia el fregadero para lavarlo, lo hice rápidamente para no tocar por mucho tiempo el agua o en mi mente empezarían a desencadenarse pensamientos que me dañarían. El orden y la limpieza era relevante para mi progenitora, así que debía dejar todo como lo había encontrado. Al terminar, agarré una toalla de cocina para secarme las manos y girar para encaminarme a la sala en busca de mi mamá. Sin embargo, no la hallé y una opresión en mi pecho empezó dificultándome respirar con normalidad, intenté mantener los pensamientos dañinos fuera de mi mente, pero se me estaba haciendo imposible.
─Leah, todo está bien ─me alenté en voz alta, pero cada paso que daba me decía que algo no estaba bien.
La busqué por cada habitación que conformaba la planta baja, pero obtuve el mismo resultado; ella no se hallaba por ningún lado. Tomé una bocanada de aire y apreté mis manos en puño para controlar lo que sucedía en mi interior, ya que me faltaba revisar el despacho de mi padre y rezaba para que estuviera ahí. Avancé lentamente por el pasillo que llevaba a esa habitación, la cual se encontraba en la parte más aislada de la casa.
Me detuve frente a las puertas dobles de caoba y fruncí el ceño al percatarme que una de las puertas se encontraba semi abierta había una pequeña rendija por donde salía la luz. Arrugué mi rostro en confusión, ya que mi madre siempre mantenía la puerta abierta mientras limpiaba, pues sabía que no verla me desesperaba. Suspiré y coloqué mi mano sobre la madera lista para empujarla, haciendo una entrada dramática, cuando una voz en el interior me hizo detener en seco.
─¿Dónde está? ─preguntó una voz gruesa que me hizo tener escalofríos.
Temblé como una hoja al saber que había un extraño en mi lugar seguro. Nadie visitaba a mis padres por mí, por mi bienestar, así que era muy raro que hubiera alguien en casa. Inhalé y exhalé, recordando las técnicas de respiración que me enseñaron, y me aproximé a la rendija para poder mirar por ella. Mis padres se encontraban frente a mí, arrodillados en el suelo y con los rostros pálidos del miedo. Dos hombres estaban apuntándoles mientras exigían saber dónde se encontraba algo. «¿Qué diablos sucedía?», gritó mi mente entrando en un frenesí que me iba a dejar entumecida o que podía provocar el estado que tanto odiaba.
Mi madre sollozaba con fuerza y sus ojos se desviaron a donde me encontraba, los abrió en demasía y me miró con impotencia antes de que uno de los hombres frente a ella le diera una sonora bofetada provocando que cayera al suelo. Mi padre gruñó y se movió para intentar ayudar a mi madre, pero tenía sus manos amarradas detrás de él y no podía hacer nada. Contuve las ganas que tenía de gritar al ver como maltrataban a mi progenitora.
─¡No sé de qué hablas! ─vociferó mi padre, moviéndose inquieto.
─Dinos ─gruñó el hombre─, o la matamos ─amenazó, agarrando el cabello de mi madre para erguirla de nuevo.
Ella gritó y mi corazón se rompió en dos, el hombre la tironeó con fuerza haciendo que su cuerpo se balanceara de un lado al otro. Sus lágrimas caían lentamente por sus mejillas y supe que tenía que hacer algo, cualquier cosa que pudiera salvar a mis padres, quienes habían hecho todo para que yo tuviera una vida relativamente normal. Palmeé mis bolsillos en busca de mi celular y maldije entre dientes al percatarme que no lo llevaba conmigo, ya que lo dejé encima de mi cama después de hablar con mi psicóloga. «Mierda, mierda, mierda», repitió mi mente. «¿Qué hacemos?».
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Editado: 18.05.2020