"Solo nosotros dos"

Prólogo

Era imposible saber qué vida habría tenido. ¿A quién amaría? ¿Lloraría por un amor perdido? ¿Construiría un hogar, tendría hijos, cumpliría sus sueños? Preguntas sin respuesta, borradas antes de tiempo. Su historia se había interrumpido de la manera más cruel, arrancada como una página a medio escribir, dejando solo fragmentos de lo que pudo haber sido.

Dante sintió que el mundo se resquebrajaba bajo sus pies. El tiempo dejó de existir, el aire se volvió pesado, espeso, imposible de inhalar. Todo cuanto lo rodeaba perdió forma y sonido, hasta que solo quedó la imagen de su hermana flotando en la piscina.

El agua oscilaba con un vaivén casi hipnótico, teñida de un rojo oscuro que se expandía lentamente, como una sombra hambrienta devorándolo todo. Ella estaba ahí, inmóvil, atrapada en un instante que no debía haber sucedido.

Y entonces, el silencio.

Un silencio cruel, insoportable. Un silencio que no debería estar ahí.

La garganta de Dante ardió cuando el grito escapó de sus labios, un sonido desgarrador que rasgó la noche y rebotó en cada pared. No era solo un grito de horror. Era furia. Era desesperación. Era el dolor primitivo de un alma partida en dos.

Su cuerpo se movió antes de que su mente lo procesara. Corrió. Se lanzó al agua, sintiendo el frío quemarle la piel, pero no le importó. Sus brazos se extendieron, sus dedos tocaron la tela empapada de su ropa, su cabello flotando a la deriva como hilos de sombra.

—¡No! —jadeó, con la voz hecha trizas.

Trató de voltearla, de sostenerla contra su pecho, pero el contacto solo confirmó lo inevitable. No había respuesta. No había un leve movimiento de su pecho, no había el calor que siempre la rodeaba.

No había nada.

El mundo entero pareció cerrarse sobre él. Sus manos temblaban, su pecho se agitaba con respiraciones entrecortadas, y un frío desconocido se filtró hasta sus huesos. No era solo el agua helada. Era algo peor.

Era la ausencia.

El terror lo invadió con una fuerza paralizante. Un miedo crudo, primitivo, el tipo de miedo que no deja espacio para la razón. El tipo de miedo que solo se siente cuando te arrebatan lo más importante y sabes que nada volverá a ser igual.

Se escucharon pasos. Voces distantes, alarmadas. Alguien gritó su nombre. Pero nada de eso importaba. Solo importaba ella. Solo importaba el peso de su cuerpo entre sus brazos y la certeza de que ya no podía hacer nada.

No pudo reaccionar cuando unas manos firmes lo separaron de ella. Luchó, forcejeó, quiso aferrarse con todas sus fuerzas, pero no era suficiente. No tenía fuerzas.

La vio alejarse.

Unos hombres vestidos de negro la tomaron y la envolvieron en una sábana pálida, demasiado blanca, demasiado pura para cubrir algo tan trágico.

—No… No, por favor… —susurró, pero su voz apenas era audible.

Quiso gritar otra vez, pero su cuerpo ya no respondía. Su garganta estaba seca, cerrada por el dolor, y el frío en su pecho se convirtió en un abismo insondable.

Algo dentro de él se rompió en ese instante. Algo que nunca volvería a repararse.

Y entonces lo supo.

Estaba solo.

Realmente solo.




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