Era imposible saber qué vida habría tenido o imaginar cómo sería de adulta. ¿De quién se enamoraría? ¿Sufriría por amor? ¿Se casaría o tal vez tendría uno o dos hijos? ¿Cómo sería ella al crecer? A su corta edad, su futuro aún era incierto.
Había sido separado de su hermana mayor por unos cuantos minutos. Eran inseparables, como si una fuerza invisible los mantuviera unidos. Compartían no solo una conexión emocional profunda, sino también una semejanza física que hacía difícil distinguirlos a primera vista. Ambos poseían una estatura moderada, ni altos ni bajos, con una complexión delgada y atlética, como si el mismo molde los hubiera esculpido.
Su piel era blanca, de una palidez suave que contrastaba con el cabello negro azabache que caía liso sobre sus hombros. Sin embargo, eran sus pequeños detalles los que los hacían únicos dentro de esa similitud casi gemela. Ella tenía un delicado rastro de pecas dispersas sobre la nariz y las mejillas, como si el cielo nocturno hubiera dejado caer sus estrellas en su rostro. Estas pecas se acentuaban más en los meses de verano, dándole una apariencia juvenil y despreocupada.
Él, en cambio, tenía un pequeño lunar justo sobre la ceja derecha, tan característico que era su principal diferencia visible. Este lunar parecía una marca de identidad, como si señalara su rol de protector. Ambos compartían unos ojos de un azul profundo, casi hipnótico, como el océano en un día de tormenta. La forma de sus ojos era ligeramente almendrada, con pestañas largas y oscuras que les daban una mirada intensa, siempre observadora, siempre conectada al otro.
Sus rostros, angulosos y perfectamente esculpidos, tenían un aire de inocencia que solo la juventud puede mantener. Las mandíbulas bien definidas, con pómulos altos que se tornaban rosados en el frío, acentuaban su aspecto etéreo. El hermano tenía una leve cicatriz en la barbilla, resultado de una caída en su infancia, mientras que ella poseía una sonrisa ligeramente asimétrica, algo que solo él notaba y que la hacía aún más especial.
Eran tan parecidos, casi como un reflejo uno del otro, pero esas pequeñas marcas en la piel —sus pecas, su lunar, la cicatriz— eran lo que los distinguía y al mismo tiempo los unía. Como dos mitades de un todo.
Cuando Dante la encontró, flotando boca abajo en la piscina, con la parte superior de la cabeza cubierta de sangre; el agua teñida de rojo a su alrededor. Sintió que una parte de él moría también. Fue como si le hubieran arrancado algo esencial de su ser en ese instante.
La escena solo podía describirse como terrorífica. Su llanto resonaba a metros de distancia; sus gritos desgarradores alertaron a los demás. Era imposible no preguntarse cómo podría continuar su vida si le habían arrebatado la mitad de su ser. Se sentía incompleto.
El agua de la piscina se agitó cuando corrió a buscar a su otra mitad. Su alma gemela había sido asesinada. No le quedaba nada. Por primera vez, supo lo que era estar solo. Realmente solo.
Con el corazón roto y sin fuerzas para seguir, observó cómo unos hombres vestidos de negro se la llevaban. Aquella fue la última vez que la vio.