Se encontraba en la habitación de Alessandra. Estaba hecho un puño mientras sostenía en sus brazos a Mimi, uno de los peluches favoritos de ella. Habían pasado veinte horas desde que la encontró muerta en la piscina de la mansión Rinaldi. El olor de su perfume aún impregnaba el aire, llenando sus fosas nasales y provocando una nostalgia profunda. No tenía ni una sola idea de cómo seguiría su vida sin ella. Recordó claramente cómo conversaban cada noche antes de dormir. Como si de un espejismo se tratase, deseaba con todo su corazón regresar a esos días en los que la vida tenía sentido y dejar atrás esta penumbra en la que ahora se encontraba.
—¿Crees que a Erick le gustará este? —se preguntó, mientras luchaba por colocarse el vestido de color esmeralda que papá le había regalado para el baile de primavera. Ambos estaban en su habitación, y la luz del sol se colaba levemente entre las cortinas de seda blanca. Un vendaval primaveral las agitó, haciéndolas bailar con la corriente de aire que silbaba dentro de la habitación, moviendo ligeramente su cabello.
—Él sería un idiota total si no le gustaras —respondió. —Era obvio que le iba a gustar —contestó de manera seca mientras dirigía su mirada hacia la ventana, intentando no verla a los ojos.
—¿Qué te sucede? —preguntó acercándose. Se conocían a la perfección; eran como dos gotas de agua. Solo ellos sabían cuándo el otro mentía. Levantó la mirada para verla, y en su rostro había una sonrisa. Rápidamente aparta su vista para fijarla en la ventana nuevamente.
—El tiempo pasa muy rápido —dijo Alessandra. Dante tomó otro vestido de la cama y se lo extendió. Ella lo agarró y lo colocó sobre su cuerpo, sonriendo al mirarse en el espejo. Sus ojos conectaron con los suyos a través del reflejo.
—¿Cuánto tiempo crees que estaremos así, juntos? —cuestionó. Quizás era miedo, o incluso egoísmo, pero no podía imaginar un futuro sin Alessandra. Era como tratar de respirar bajo el agua. En cierto punto, podría decir que temía perder a la persona con la que había nacido; después de haber afrontado la pérdida de su madre, ella era lo único que le quedaba.
—No te preocupes por eso, Dante. —Ella se acercó y tomó su rostro entre sus manos. Sus dedos eran suaves, como siempre. La luz hacía que sus ojos resplandecieran. Acarició sus mejillas y lo atrapó en un abrazo, aunque ya tenían doce años. El temor de perderla siempre estuvo ahí, como sucedió con su madre.
—No creas que te desharás de mí tan fácilmente, Alessandro Rinaldi —dijo separándose de Dante con una sonrisa en su rostro. Ella sabía cuánto odiaba que lo llamaran de esa manera, pero viniendo de ella era diferente.
Una amplia sonrisa se formó en su rostro; Dante miró con atención a su hermana mientras ella hablaba.
—No hay nada en este mundo que haga que deje de amarte o que me separe de ti —tocó su pecho y con su mano tomó la mano derecha de su hermano para llevarla hasta el suyo, colocándola sobre su corazón. Ambos sentían el latido del otro, como si fuera uno solo. —Mientras el corazón de uno de los dos siga latiendo, ambos viviremos. No importa cuán leve sea, viviremos y estaremos juntos. Comenzamos esta vida juntos, y juntos la terminaremos —dijo, antes de besar su frente—. Lo prometo.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. El sabor amargo de su pérdida era constante. Alessandra siempre fue la más madura de los dos; su serenidad y fortaleza eran como un refugio para Dante. En los momentos más oscuros, cuando el mundo parecía desmoronarse a su alrededor, ella era quien encontraba las palabras y los gestos adecuados para calmarlo. Con su infinita paciencia y comprensión, siempre sabía cómo hacerlo sentir seguro y amado. Su habilidad para consolarlo era un don que ahora sentía dolorosamente ausente. Soltó un suspiro y tomó una almohada, la cual puso sobre su cara para gritar con todas sus fuerzas.
—¡ERES UNA MENTIROSA! ¡TE ODIO!
—¿Por qué me prometiste algo que sabías que no ibas a cumplir? —apretó a Mimi en sus brazos y continuó llorando. No se percató de cuánto tiempo pasaba. Solo dejó que sus ojos se cerraran, deseando que esos tiempos volvieran, que borraran los últimos meses.
De repente, los recuerdos de la infancia volvieron a inundar su mente. Teníamos seis años y los gemelos estaban jugando en el jardín de la mansión, bajo la sombra del gran árbol de nogal. Alessandra y Dante corrían con sus cabellos negros ondeando al viento, mientras sus risas se mezclaban con el suave susurro de las hojas.
—¡Atrápame, Dante! —gritó, corriendo entre los setos, esquivando sus intentos por alcanzarla. Dante corría detrás de ella; sus pasos resonaban en el suelo cubierto de hierba mientras la seguía con la respiración agitada.
Finalmente, ambos se detuvieron agotados bajo el árbol, donde la sombra los envolvía como un manto. Se dejaron caer en la tierra fresca, mirando con dirección al cielo, observando cómo los rayos de sol se filtraban entre las hojas. Ella tomó una pequeña flor del suelo y se la mostró con una sonrisa traviesa.
—Si la plantas aquí, crecerá un árbol de flores mágicas —dijo, con la imaginación propia de una niña. No obstante, Dante le creyó, porque todo lo que Alessandra decía siempre sonaba como una verdad irrefutable.
—¿De verdad? —preguntó, con ojos llenos de curiosidad.
—Claro —respondió, y luego tomó su mano, entrelazando sus dedos con los de Dante. Un día este árbol será tan grande que podrá llegar hasta el cielo. Y cuando eso pase, iremos juntos a volar entre las nubes —susurró, con una sonrisa que iluminaba su rostro.
El tiempo parecía detenerse en esos momentos. Eran tan inseparables, dos partes de un todo, jugando sin preocupaciones bajo la protección de aquel árbol que parecía prometer que siempre estarían juntos.
El sonido de la puerta al abrirse lo hizo despertar alarmado, con la absurda esperanza de verla ahí, de pie frente a él. Otra vez sintió ese vacío en el estómago. Su subconsciente le recordó cruelmente que ella no volvería. Una silueta caminó hacia él y se sentó a su lado. El hermano mayor, Donato, pasó sus manos frías por sus mejillas, limpiando sus lágrimas. No dijo nada, solo abrazó con fuerza a su hermano menor, provocando que este volviera a llorar desconsolado.