La sangre resbalaba por sus manos, goteando con un ritmo monótono mientras caminaba hacia el lavabo de metal oxidado, su reflejo distorsionado en la superficie corroída. El sonido de sus pasos resonaba en el espacio tétrico, un lugar lleno de cadenas colgantes y ganchos de carnicería que se balanceaban lentamente en el aire, como si esperaran su próxima presa. Tres cuerpos yacían inertes en el centro de la habitación, todos con el mismo patrón macabro: piel clara, cabello negro y estatura idéntica. Sus rostros estaban marcados por las mismas cicatrices diagonales que recorrían sus mejillas, desde la comisura de los labios hasta las patillas, creando una espantosa simetría en su destino final.
Colocó uno de los cuerpos en una silla, el cuchillo aún firme en sus manos muertas. A su alrededor, las paredes del lugar contaban una historia aún más perturbadora. Fotografías de Dante. Estaban clavadas en el concreto con alfileres, junto a recortes de periódicos que detallaban la vida de su familia, desde sus éxitos empresariales hasta las tragedias personales. Una sección de la pared estaba dedicada por completo a las fotos de Dante en un centro de rehabilitación, imágenes capturadas desde lejos, algunas con fechas anotadas a mano. La obsesión era palpable, casi sofocante. Este no era solo un asesino cualquiera, era alguien que había planeado todo meticulosamente, y Dante. Era su objetivo principal.
Frente a los cuerpos colgaba una vieja televisión que, con una estática intermitente, transmitía noticias sobre personas desaparecidas. Los reporteros hablaban con urgencia sobre los casos, y las imágenes de jóvenes similares a Dante aparecían en la pantalla. De repente, la noticia hizo énfasis en uno de ellos: “Sigue desaparecido...”, decía la voz del noticiero mientras mostraba la imagen de un chico. La cámara giró, revelando a ese mismo joven, amarrado y con vida en un rincón de la habitación. Sus ojos estaban abiertos de par en par, llenos de terror, y sus intentos por liberarse eran inútiles.
El hombre, sin decir una palabra, se acercó al joven cautivo, quien comenzó a sollozar. El sonido de sus gritos era opacado por el ruido metálico de las cadenas al moverse. Con frialdad, el asesino terminó con el sufrimiento del chico, su rostro inmutable, mientras la vida se apagaba ante él. Se limpió las manos, manchadas de sangre, con un trapo viejo y arrojó el cuchillo a un lado. Respiró hondo, como si estuviera completando una tarea más en una lista macabra.
Guardó todo en su maleta y, antes de salir, echó un último vistazo a las fotos de Dante en la pared. Su objetivo principal. Su verdadera presa. Caminó con determinación hacia la puerta, con el sonido de los noticieros a sus espaldas y una sonrisa apenas visible en su rostro. Era el momento de ir tras Dante…
Salió del lugar, la puerta chirrió ominosamente al abrirse, y el aire frío de la noche le golpeó el rostro. Caminó con paso firme, sintiendo la adrenalina correr por sus venas. Cada paso lo acercaba más a su objetivo, a esa vida que había estado esperando ser despojada. La oscuridad lo envolvía, y el sonido de la ciudad se convertía en un murmullo distante, como si el mundo estuviera ajeno a lo que planeaba.
Mientras avanzaba, revisó mentalmente los detalles de su plan. Había estado observando a Dante durante semanas, siguiendo sus movimientos, sus rutinas. Conocía cada rincón de su vida. La forma en que se comportaba, sus amigos, sus miedos. Todo estaba meticulosamente anotado en un cuaderno que siempre llevaba consigo. Cada nota era un paso más hacia la culminación de su obsesión.
Con un gesto decidido, se dirigió al aeropuerto. Había reservado un vuelo hacia Virginia, el lugar donde Dante había escapado. La idea de cruzar miles de kilómetros lo emocionaba. En el avión, el murmullo de los pasajeros se convirtió en un eco lejano, mientras él repasaba en su mente las imágenes de Dante. Era más que un simple objetivo; era una necesidad. Un deseo de demostrar que su vida era controlable, que había un poder en la oscuridad que él representaba.
A medida que el avión ascendía y se perdía en las nubes, su corazón latía con fuerza, una mezcla de ansiedad y emoción. Se imaginó a sí mismo acercándose a Dante, revelándole todo lo que había planeado. Las horas de vuelo se sintieron como un instante, y pronto, el avión descendía sobre la tierra de Virginia.
Al salir del aeropuerto, la noche lo envolvió de nuevo. Se dirigió a un edificio de mala muerte, un lugar que había encontrado a través de anuncios en línea. La fachada desgastada y las ventanas cubiertas de polvo no eran lo que se diría un hogar, pero para él era perfecto. La anciana que lo había atendido en el portal tenía una sonrisa amable, que contrastaba con el entorno sombrío.
—¡Ah, un nuevo inquilino! —exclamó la mujer, con voz temblorosa pero entusiasta—. Me alegra ver caras frescas por aquí. Soy Agnes, y esta es mi pequeña morada. No dejes que las apariencias te engañen; aquí hay historias y secretos.
Sonrió, intrigado por su carisma. Ella le mostró su nuevo apartamento, que, aunque pequeño y desordenado, tenía un aire acogedor. Las paredes estaban desgastadas, pero las luces parpadeantes daban una calidez extraña.
—El lugar tiene su encanto —dijo él, tratando de ser amable— y siempre he creído que los mejores secretos se esconden detrás de puertas como estas.
Agnes rió, y su risa resonó en las paredes como una melodía olvidada. La conversación fluyó entre ellos mientras él desempacaba, y ella compartía historias de los antiguos inquilinos, de risas y susurros que alguna vez llenaron el aire.
Después de un rato, con las cajas finalmente deshechas, se detuvo. Miró a su alrededor y supo que era hora de tomar su decisión. Se acercó a la pared más visible, el lugar donde empezaría a construir su nueva vida. Con un gesto decidido, sacó una foto de Dante, cuidadosamente arrugada en su bolsillo.