"Solo nosotros dos"

Capítulo:15

Dante llegó al barrio de Ian en cuestión de minutos que se sintieron como horas. Las luces de las casas estaban apagadas, salvo una: la de la vivienda de Ian, que brillaba intensamente en medio de la noche. Desde fuera, se escuchaban gritos amortiguados, y su corazón latía con fuerza.

El auto de Madison ya estaba estacionado frente a la casa. La chica estaba de pie junto a la puerta principal, intentando llamar la atención de alguien dentro. Su rostro reflejaba la misma preocupación que Dante sentía.

—¡Dante! —exclamó al verlo correr hacia ella.

—¿Has sabido algo? —preguntó con urgencia.

—Nada. Toqué la puerta, pero nadie respondió. Puedo oír voces adentro, pero no me atreví a entrar sola.

Dante apretó los dientes y se acercó a la puerta. Golpeó con fuerza.

—¡Ian! ¡Ian, soy yo! —¡Abre la puerta! —gritó, su voz cargada de desesperación.

Un ruido fuerte proveniente del interior hizo que ambos se miraran con alarma.

—Esto no está bien, Dante. —Madison tomó su celular, aparentemente lista para llamar a la policía.

—Espera, llama a la policía, iré por él. —Sin pensarlo dos veces, Dante giró el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave.

La sala estaba en caos. Una lámpara rota yacía en el suelo junto a un marco de fotos destrozado. Los gritos venían de la planta superior. Dante subió las escaleras de dos en dos, con Madison siguiéndolo de cerca.

Al llegar al pasillo, encontraron a Ian sentado en el suelo frente a su habitación, con las rodillas recogidas contra el pecho y los brazos rodeándolas. Estaba temblando, con lágrimas surcando su rostro.

—¡Ian! —Dante corrió hacia él, arrodillándose a su lado.

Ian levantó la vista al escuchar su nombre. Su labio estaba partido, y había una pequeña mancha de sangre en la comisura.

—Dante… —murmuró, con la voz rota.

—¿Qué pasó? ¿Estás bien? —preguntó Dante, colocando una mano en su hombro.

Antes de que Ian pudiera responder, una puerta más adelante se abrió de golpe, y el padre de Ian salió tambaleándose. Era un hombre corpulento, con el rostro enrojecido por la ira.

—¿Qué demonios hacen ustedes aquí? —gruñó, mirando a Dante y Madison con una mezcla de furia y confusión.

—Vinimos por Ian —respondió Dante, poniéndose de pie y enfrentándolo. No puedes tratarlo así.

—¡Es mi hijo! Haré lo que crea necesario para corregirlo. —El hombre señaló hacia Ian con un gesto brusco.

Madison intervino, su voz firme y desafiante:

—Lo que estás haciendo no es corregirlo. Es abuso. Llame a la policía, mi madre se encargará de meterlo preso si se acerca más.

El padre de Ian se detuvo, sorprendido por la valentía de la joven. Por un momento, pareció debatirse entre seguir con su arrebato o ceder. Finalmente, soltó un bufido y retrocedió unos pasos.

—Llévenlo. Pero no volverá a esta casa hasta que entienda lo que hizo mal.

Madison no perdió tiempo en sacar su celular y tomar una foto del estado de Ian y del desorden en la casa. Luego le hizo un gesto a Dante para que ayudara a levantarlo.

—Vamos, Ian. —Vámonos de aquí —dijo Dante, con un tono suave pero decidido.

Ian asintió débilmente y se dejó guiar por sus amigos. Mientras bajaban las escaleras, no dejó de mirar hacia atrás, como si temiera que su padre cambiara de opinión.

Una vez fuera, Madison condujo a Ian al asiento trasero de su auto mientras Dante se aseguraba de cerrar la puerta de la casa. Cuando se reunieron en el coche, Ian comenzó a hablar, su voz apenas audible:

—Gracias… Pensé que nadie vendría.

Dante le tomó la mano, sus ojos reflejando una mezcla de tristeza y determinación.

—Siempre vendremos, Ian. No importa qué pase.

Madison encendió el auto y se alejaron de la casa, dejando atrás el caos de esa noche. Pero en sus corazones, sabían que esto era solo el principio de una lucha más grande.

Después de unos minutos de estar abrazados, el silencio entre ellos se volvía cada vez más pesado. Ian no podía evitar sentirse abrumado por el caos emocional que lo rodeaba. Aun con el contacto cercano de Dante y el consuelo que intentaba ofrecerle, la sensación de vacío seguía allí, ahogándolo. Finalmente, se separaron suavemente, como si ese gesto fuera el último hilo de conexión en un mar de desesperación.

La figura de la sheriff St. George se acercó con pasos firmes. Con una mano en el hombro de Ian, su voz fue un bálsamo cálido en medio de la tormenta interna del joven.

—¿Quieres decirme qué pasó, cariño? —preguntó, su tono cargado de paciencia y comprensión, como si tuviera la capacidad de sostener el dolor de Ian con sólo una mirada. —Está bien, ya estamos aquí, no te van a lastimar.

Ian intentó hablar, pero el nudo en su garganta le impedía articular una sola palabra. Las lágrimas, que ya habían comenzado a secarse, regresaron con fuerza, cayendo rápidamente por sus mejillas. Eran lágrimas amargas, llenas de impotencia, de frustración. De un dolor tan profundo que ni siquiera las palabras podían capturar.

Después de un rato, y con el esfuerzo de mantener su voz firme, Ian comenzó a relatar lo que había sucedido. Sus palabras eran interrumpidas por sollozos, su cuerpo temblando mientras revivía cada momento desgarrador. La sheriff escuchaba en silencio, sin apresurarlo, dejando que el joven hablara a su propio ritmo.

Con cuidado, la sheriff tomó su teléfono móvil y marcó un número. En cuestión de minutos, una patrulla fue enviada para asegurarse de que todo estuviera bajo control, mientras ella misma se dirigía hacia la casa de Ian para investigar el origen de los gritos. Mientras tanto, otros oficiales se encargaron de tomarle la declaración a Ian por maltrato intrafamiliar. No era lo que Ian quería. No era lo que había esperado de todo esto, pero las insistencias de Dante y su padre habían hecho imposible que la sheriff dejara pasar el incidente.

En cuestión de media hora, se dirigían a casa de los abuelos de Dante. Al llegar, la señora Sandra los esperaba en la puerta, con su expresión tranquila pero preocupada. Sin perder tiempo, los condujo hacia la cocina, un refugio de calma en medio de todo el caos que había marcado esa noche.




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