Sólo Somos Vecinos

Capítulo 2

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Aby miró con satisfacción la pantalla mientras estiraba los brazos hacia arriba. Tenía dolor de cuello y espalda y se sentía más que agotada, pero por fin había logrado ponerse al corriente con todo el trabajo atrasado y también había podido adelantar un poco más de los proyectos que tenía en lista de espera. Bajó la tapa del ordenador y se puso de pie para ir a la cocinita a servirse un poco de leche. Miró su reloj y se quedó sorprendida. ¿En serio ya había amanecido? ¡Con razón se sentía tan increíblemente agotada! 

Bebió su vaso de leche y apagó la luz. Caminó casi arrastrando los pies hacia su cama y, por el rabillo del ojo, alcanzó a ver a su guapísimo vecino salir de la casa con su pequeña hija. Llegó hasta su cama y se dejó caer sobre ella soltando un suspiro. Programó la alarma de su celular para que sonara un par de horas después y se acomodó en la almohada. Sentía los párpados pesados como si fueran de plomo. Adormilada, su mente voló hacia el vecino y la manera tan ruda en que la había tratado el primer día, cuando le preguntó por la tienda.  

― Quizá tenga una esposa increíblemente celosa y nos estaba viendo por la ventana. ― Pensó con practicidad. ― Aunque nunca la he visto, sólo a él y la niña. 

Soltó un gran bostezo y se volvió a acomodar en la cama. 

― Lástima... ― Pensó mientras evocaba el rostro del vecino. ― Porque está guapísimo el condenado. 

Casi se quedaba dormida cuando su teléfono celular empezó a sonar. Con un bufido lo tomó y vio la palabra “Mamá” en la pantalla. 

Con algo de renuencia respondió la llamada, porque sabía que, si no lo hacía en ese momento, seguiría insistiendo todo el día y no la dejaría dormir. 

― Hola mamá.  

― ¿Estás enferma? ― Preguntó la mujer antes de saludar siquiera. ― Te oyes ronca. 

― No mamá, tengo sueño. Estuve trabajando toda la noche. 

― No entiendo, de verdad no entiendo cómo es que te desvelas tanto. ¡Seguro que ni siquiera estás comiendo bien! Hija, te puedes enfermar. 

― Estoy bien... ― Respondió Aby soltando un suspiro. ― ¿Pasa algo? ¿Para qué me llamaste? 

― ¡Ay hija! ― Respondió la mujer con un teatral suspiro. ― Es que quiero verte. ¿Sabes? Desde que te fuiste me siento muy sola. ¿Por qué no vienes a comer al rato? 

― Está bien... Te veo al medio día. ― Dijo Aby y cortó la llamada. 

Casi se quedaba dormida cuando se dio cuenta de lo que había dicho y se sentó de golpe.  

― ¡Santa mierda! ¿Le dije que sí?  

Con impotencia, tomó la almohada y, dejándose caer de nuevo sobre la cama, se cubrió el rostro. 

― Oh diablos... ― Musitó con pesar. ― Ni hablar, voy a tener que ir. 

 

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Daniel y su pequeña estaban en la sala de estar viendo dibujos animados. Era viernes, así que no tenían que apurarse con los deberes escolares ya que tenían el fin de semana por delante. Una llamada a la puerta lo hizo levantarse del sofá, al abrir, se sorprendió al encontrar a la vecina de enfrente, con los ojos llorosos. 

― Disculpa que te moleste. Don Guille no está, así que no me quedó de otra... ― Dijo la joven en voz baja, sonrojándose. ― ¿Podrías prestarme dinero para el taxi? En cuanto recupere mi cartera te lo pago... Mañana, a más tardar. 

Asintió preocupado y caminó hacia el taxi que esperaba afuera, con el motor encendido mientras sacaba su billetera del bolsillo del pantalón. Algo muy malo debía haberle pasado a la joven como para acudir a él dado que, desde su desafortunado primer encuentro, era más que obvio que lo evitaba como la peste. 

Le pagó al chofer y este arrancó inmediatamente alejándose. 

― Gracias... ― Escuchó la voz de la joven detrás de él y se giró a mirarla. ― Si puedo, hoy mismo te lo devuelvo. 

Apenas terminó de hablar, la joven avanzó a toda prisa hacia su casa. 

― ¡Espera! ― Daniel la alcanzó en dos pasos y la tomó por el brazo. ― ¿Estás bien? ¿Te puedo ayudar en algo? 

― Ya me ayudaste. ― Dijo la joven encogiéndose de hombros. Bajó la mirada intentando esconder las lágrimas. ― Gracias. 

Intentó alejarse de nuevo, pero él la detuvo. 

― No, no estás bien. ― Dijo con preocupación. ― Ven, no puedo dejarte ir en ese estado. 

La joven negó en silencio, aún con la mirada baja. 

― Anda, ven... ― Insistió él jalándola levemente hacia su casa. 

La joven, limpiándose las lágrimas, se dejó llevar. Daniel notó que estaba en un estado de ánimo tan bajo que su preocupación aumentaba al verla tan dócil. ¿Qué le había pasado? 

Cuando entraron a la casa, su pequeña corrió hacia ellos. 

― ¿Está enferma? ― Preguntó con preocupación. ― ¿Le duele la panza? 

La mujer soltó una pequeña risa. 

― Si, me duele mucho la panza. ― Dijo en un murmullo. 




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