“solo Soy Adam Hoffmann”.

Miel sobre hojuelas

Cap. 9.

Adam.


 

Abro los ojos y siento la calidez de las sábanas grises de seda que se me pegan al cuerpo, parpadeo un par de veces para enfocar la vista y por la cortina de la ventana percibo un poco de luz natural que me hace entrecerrar los ojos, veo el reloj de cama y son las siete con treinta y cinco, me pongo boca arriba y tardo un instante viendo la lámpara del techo.

Una mañana más haciendo la misma rutina, pensando en cosas que no tienen sentido, o no se si soy al único que cuando se levanta el fin de semana piensa en una vida diferente a la que tiene, como el construir una familia como de película. «no me gustan esos pensamientos»

Me siento y me estiro, la camiseta blanca se me pega al cuerpo, y me veo en el espejo que tiene la altura de la pared frente de mí, el pelo un poco revuelto y los ojos hinchados y la mala cara hacen que me ponga de pie.

Me dirijo al baño y observo la limpieza qué hay en el, me da cierta paz. Me enjuago la boca y me hago la limpieza dental como se debe antes de meterme a la ducha «tanto baño y lo aprecio tan poco»

Pido a la bocina que ponga música y es así como dejo ir el estrés de la semana, muevo los hombros de atrás hacia delante y levanto la cara dejando que me caiga en el cuerpo, mientras cierro los ojos por un momento.

 El temporizador suena indicando que debo salir de la ducha y así lo hago. Para todo tengo un tiempo establecido. No me gusta que haya tiempos muertos en mi rutina y me atrevo a decir que soy fan de los itinerarios.

Me seco en el mismo baño y salgo sin nada en mi cuerpo.

Me dirijo al closet y en cuanto abro la puerta una luz amarillenta llena el salón, frente de mí yacen las prendas de vestir acomodadas estratégicamente, me acerco al sitio de las camisetas y cojo una color blanca, tomo una camisa del mismo tono, tomo un jersey azul cobalto y unos pantalones de vestir color ostión. Tomo unas botas casuales color chocolate y vestirme para mí es un ritual que hago con esmero. 

Abro el compartimentó de calcetines y bóxer y me comienzo a vestir.

La música retumba y me hace perderme en las notas de quién está cantando, «ópera».

Me dirijo al sitio asignado de accesorios y cojo un reloj color plata que va muy bien con mi estilo de hoy, tomo el anillo que me otorgó la facultad y me lo coloco en el dedo medio de la mano izquierda y en la derecha me coloco mi anillo de sello con mis iniciales entrelazadas en una fina letra.

Tomo por último mis lentes de sol. Me echo loción y salgo de ahí.

Tomo el celular y la cartera y los guardo en mis bolsillos.
 

Bajo tomo un vaso de agua y salgo por mi coche en el cual me espera mi chofer que ya sabe perfectamente a dónde debe llevarme.

 

Cuando llegó al restaurante, inhalo con fuerza y trato de pensar en modo positivo, pero no se me da muy bien eso.

El taconeo ligero que escucho me hace voltear, lo reconocería en cualquier lugar por qué ella le da cierto sonido peculiar.

Volteo y la veo venir el traje blanco la hace ver  cómo una hermosa mujer y lo único que hace que resalte son sus labios carnosos color rojo, lleva un pañuelo color hueso en el cuello en forma de flor, los lentes grandes le cubren parte de la cara y el pelo totalmente recogido sin uno fuera en un sofisticado moño, los finos aretes en forma de gota color oro resaltan.

No sonríe, casi nunca lo hace, camina como modelo y no mira a nadie como si nadie mereciera que ella ponga su vista sobre ellos.

Ni una sola arruga podría decir qué hay en su rostro, se cuida en exceso sobre ello.


 

—ese gesto Ad. —me habla de forma caprichosa cuando se posa a mi lado y con el dedo trata de borrarme las arrugas que tenía en la cara, —no me gusta que te salgan arrugas, te hacen ver mayor.

Asiento y dejo que me bese la mejilla, mientras me acomoda las arrugas de la cara.

 

Nos encaminamos adentro y el maître inclina la cabeza con la mujer que va delante de mí. Asiento a modo de saludo y mi acompañante ni se inmuta.

Las personas que nos esperan levantan la mano y nos dirigimos hacía allá, su madre Beatriz se pone de pie y saluda a su hija y después a mí. No soy de dar la mano, ni mucho menos de besar mejillas. Así que solo digo un escueto buenos días.

Mi madre sonríe y deja que Gladys la salude con entusiasmo, al igual que mi padre que puedo jurar que le alegra mi elección de pareja.

—La futura señora Hoffmann, se dio tiempo de un desayuno familiar. —dice mi padre y le sonríe con la amabilidad que la gente dice que tiene.

Veo a un segundo hombre que se pone de pie a saludar a mi acompañante.

—Gladys, te faltaba conocer a este miembro de la familia, mi hijo Francis.

Yo tomo asiento y veo la interacción.

—Seguro que ya te había visto antes, —dice él y hace amago de pensar en algo, se toma su tiempo y finalmente truena los dedos y habla en un tono alto, —En alguna revista londinense. Tal vez, o en la cara de alguno de Los Ángeles de la iglesia. —se ríe. Beatriz lo mira con ojo crítico y veo cómo mi padre le dice que recuerde los modales.

—soy más a la idea de que haya sido en una revista. —toma asiento a mi lado y pone una mano en mi pierna.

El almuerzo se va en pláticas de economía, política y viajes que han realizado, solo escucho a la mujer de mi lado y a los demás apenas si percibo sus voces, de vez en cuando doy alguna opinión.

Llega la hora del postre y lo que le traen a ella hace que ponga mala cara.

—No pienso comer nada de eso y menos pagar tal cosa.

—¿Qué tiene de malo?—pregunta mi hermano.

—La crema esta derretida, probablemente caduca. —tira la servilleta sobre la mesa.

—no creo que en este lujoso lugar vendan algo en mal estado. —sigue esté hablando y ella lo mira mal.

—¡esto es el colmo, pagar por estos malos servicios! —dice su madre.

—Mira Ad. Ni loca pagaremos esto. —me dice y yo asiento.




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