Seúl, Corea del Sur.
Enero, 2021.
Me despierto a las seis de la mañana, me preparo para irme a trabajar y bajo al aparcamiento de mi edificio. Me subo en mi coche y pongo rumbo hacia la empresa.
Quiero llegar temprano para terminar un proyecto que tengo entre manos y que me hace una gran ilusión. He estado trabajando con ese escritor durante mucho tiempo y, al fin, su libro saldrá a la venta en esta semana.
Paso la tarjeta por el lector de la entrada, subo a la décima planta y entro en mi despacho con una gran sonrisa de oreja a oreja al ver el borrador de la novela encima de mi mesa.
Lo agarro, me siento en la silla de mi escritorio y lo abro con mucho cuidado. Soy consciente de que no está completo. Aún falta ser impreso con sus cubiertas, pero no puedo reprimir ese sentimiento como si estuviera cogiendo entre mis brazos a un bebé indefenso.
Acaricio las hojas con la yema de mis dedos y empiezo a leer la dedicatoria del autor. Para mi sorpresa, me menciona en esas cuatro líneas y me lleno de orgullo de ser parte del nacimiento de esa “criatura”.
Me recuesto en el respaldo de la silla con el libro entre mis manos y lo leo con detenimiento, observando que no haya ningún error ni ortográfico ni de impresión.
Estoy envuelta en la lectura, angustiada por los acontecimientos de la protagonista, cuando escucho movimiento en las mesas fuera de mi despacho.
Mis compañeros llegan a su jornada laboral y los que pasan por delante de los ventanales de mi oficina me saludan con un movimiento de mano y una leve reverencia.
Recurro al mismo gesto y añado una sonrisa en mis labios, aunque no puedan verla con la mascarilla higiénica puesta por precaución. Bajo la mirada al libro y continúo mi lectura.
***
Las horas laborales se me pasan volando con todos los preparativos para el lanzamiento del libro.
Entro en el despacho de mi jefe cuando todos se han marchado a sus casas y me dirijo a su escritorio con pasos sensuales mientras me quito la mascarilla y le dedico una sonrisa pícara.
Me siento a horcajadas en su regazo y noto su excitación. Lo beso con toda mi pasión española y le acaricio la nuca con la punta de mis uñas. Ese movimiento hace que se estremezca y me agarra con fuerza del trasero para acercarme un poco más a su entrepierna.
—¿Cómo va la preparación del lanzamiento? —me pregunta en inglés, entre besos, y metiendo sus manos bajo mi falda.
—Ya casi está listo. Estoy muy estresada, deberías hacer algo para relajarme —contesto con un susurro gutural en su oído, mordiendo el lóbulo de su oreja para enfatizar mi frase.
—Será todo un placer.
Se levanta de la silla conmigo y me sienta en el escritorio. Me desabrocha la blusa y yo imito sus movimientos con los botones de su camisa.
Estamos en medio de todo el frenesí cuando el guardia de seguridad habla por el interfono, interrumpiéndonos:
—Señor Richardson, la señorita Irina Sullivan pregunta por usted.
—Qué oportuna. Lo siento, nena. Te compensaré en otra ocasión —me dice mi jefe abrochando los botones de su camisa a gran velocidad y con las manos temblorosas.
—¿Quién es esa chica? —le inquiero bajando del escritorio para recomponerme.
—Una importante. No puedo decírtelo porque aún no está confirmado. Te aseguro que te pondré al día en cuanto den el visto bueno.
Le dice al guardia de seguridad que la deje pasar y me acompaña hasta los ascensores de la planta apremiando mi ritmo al caminar.
—Tranquilízate, parece que te va a dar un infarto —le sugiero al poner mi mano en su pecho para sentir cómo su corazón bombea a gran velocidad.
—Estoy nervioso.
—Ya lo sé. No te preocupes, todo saldrá bien. Llámame en cuanto te desocupes —le advierto poniendo la mascarilla de nuevo en mi rostro antes de que las puertas del ascensor se echen a un lado para ver a la chica.
Mis ojos se abren de par en par al contemplar aquella muñeca andante y trago con dificultad ante los celos que me invaden.
Mi jefe la saluda con una sonrisa que llega a hacerle arruguitas en los ojos y le estrecha la mano. Le señala el camino y ambos se apresuran a marcharse hacia el despacho.
Me quedo petrificada delante de las puertas metálicas del ascensor y siento una opresión en el pecho que nunca me ha presagiado nada bueno.
Bajo hasta el estacionamiento del edificio, me siento en mi coche y miró el móvil. Tengo un mensaje de mi prima y lo escucho en el silencio del habitáculo:
—Prima, te voy a dar el reporte del día, como cada noche. Tu madre se ha encontrado mejor esta vez. No ha vomitado y parece tener mejor humor que otras veces. Te echa de menos y esperamos poder hablar contigo pronto. Cuídate.
Las lágrimas recorren mis mejillas. Yo también la echo de menos y me hace mucha falta.
Me distraigo mirando las redes sociales en busca de buenos libros y miro el reloj. Me doy cuenta de que ha pasado más de una hora y mis rodillas se resienten por la postura.