Solteros y arrogantes

3. Defensa y primera orden

Micaela firmó toda la documentación que recibió desde las Agencias Black y, cuando su puesto como asistente se vio asegurado, se relajó y se quedó tumbada en su cama, leyendo su nuevo contrato y revisando una y otra vez la cifra que Alexander Le Mayer le había prometido como sueldo.

Esa era la primera vez que recibía tanto dinero por un trabajo tan simple o, al menos, eso era lo que ella imaginaba y no tenía ni la más mínima idea a lo que verdaderamente se enfrentaba.

Se pasó el fin de semana con su cariñosa familia, actuando como siempre hacía.

El sábado por la tarde ayudó a su madre con la caridad y el domingo a primera hora de la mañana estuvo en la iglesia, encomendándose en las manos de Dios.

Su madre nunca le preguntó por su nuevo puesto de trabajo, mucho menos la felicitó, aun cuando Micaela habló de ello con total emoción en la mesa, mientras compartían el pan y una cena en familia.

Sus hermanas, visiblemente, se mostraron felices de que pudiera tener contactos con empresas de moda y estuvieron ansiosas porque el lunes llegara. También su padre, quien le prometió una cena familiar especial para celebrar dicho logro.

—Leí por ahí que casi se casó con Britany Spears —dijo Pía con emoción en los ojos.

La madre de las Torres siguió comiendo y no prestó atención a la conversación de sus niñas. No entendía muy bien de quién estaban hablando.

—Eso no es cierto —refutó Salomé y luego se rio—. Britany jamás, jamás se rebajaría a casarse con un tipo así...

Micaela le miró preocupada.

—¿Así cómo? —preguntó Micaela con las cejas alzadas.

Salomé le miró con pánico. La cosa era que, no sabía cómo decirle la verdad, lo poco y —tal vez— nada que ella conocía de Alexander Le Mayer. Lo que decían las malas lenguas y lo que susurraban sus compañeras de trabajo.

—Rubio… —mintió Salomé—. Ya sabes, a Britany no le gustan los rubios. —Se rio nerviosa.

Micaela le miró con desconfianza, pues conocía a Salomé como la palma de su mano y sabía que le mentía, pero, a su lado, Lucero resopló grosera como una yegua salvaje.

Su saliva salpicó para todos lados y el agua que bebía le escurrió por el mentón.

Las hermanas menores se rieron, pero las mayores se miraron confundidas por su actuar.

—Lucero… —corrigió Micaela y le miró aprensiva—. No se hacen esas cosas en la mesa. —Le puso una servilleta en la boca para atenderla.

—¡Se me dulmielon los labios! —lloró la chica y se puso de pie cuando no pudo soportar el picor que sentía.

Comenzó a sollozar fuerte y a desesperarse. Todas se rieron escandalizadas y la madre se puso de pie para ayudarla.

—Eso te pasa por comer demasiado picante, sabes que no es sano para ti y…

—Micaela —la interrumpió su madre y le miró con enojo—. Yo soy su madre, yo decido lo que es sano para ella y qué no —dijo firme y Micaela se quedó paralizada y de pie en frente de todos.

Sus hermanas dejaron de reírse cuando Salomé se puso de pie y se dispuso a defenderla.

Quería mucho a su madre, pero odiaba que fuera tan injusta con su hermana, aun cuando ella era un ser insoportable las veinticuatro horas del día.

—Micaela nos crio a todas, mamá —dijo Salomé con tono firme—. Para Michelle y Lucero, ella es como una segunda madre…

Micaela bajó la mirada cuando un amargo nudo se posó en su garganta.

A su lado, su hermana Pía tomó su mano con suavidad para darle su apoyo y desde su asiento le miró con tristeza.

—Lo sé y se lo agradeceré siempre —dijo la mujer con orgullo—, pero ahora las cosas están bien. Priscillita ya salió del hospital y no necesito de su ayuda —defendió.

Salomé se rio sarcástica y dejó la servilleta en la mesa para retirarse. Había perdido el apetito, pero antes de refugiarse en su cuarto y quedarse con ese sabor amargo en la boca, le dijo:

—Entonces no seas tan dura con ella, porque nos cuidó por casi cinco años y esas cosas no se olvidan de un día para otro. —Salomé y su madre se miraron con agudeza—. Y solo lo hace porque se preocupa por nosotras, nada más.

Ella siempre iba a recordar lo que Micaela había hecho por ellas hacía diez años atrás.

Con quince años había dejado su etapa juvenil para ser la madre de cuatro niñas y, por largos meses, mientras su hermana mayor sufría en el hospital tras su accidente, ella se había encargado de todos sus cuidados.

Había descuidado la escuela y a sus amigos; sus sueños de ir a la universidad como Priscilla se vieron pausados y se olvidó de las vacaciones, las fiestas de escuela y los fines de semanas y para Salomé, el trato que su madre le daba no era para nada justo.

La madre se retiró con Lucero. La llevó hasta el cuarto de baño para limpiarla y ayudarla con el adormecimiento de sus labios.

Salomé se quiso retirar, pero su padre la detuvo en su huida.

—Para su madre es difícil, tienen que entenderla —dijo el hombre. Las cinco hermanas se mantuvieron en silencio. Eran muy respetuosas—. Dejar a sus hijas para cuidar de Priscilla fue una decisión muy dura para ella, pero no podíamos abandonarla —dijo y miró a la joven en silla de ruedas con congoja—. No fueron nuestros mejores momentos, pero ahora todo está bien, por favor —pidió dulce—, cuidemos de esta paz.




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