Solteros y arrogantes

4. Evento y primer error

Micaela agarró todas sus cosas y se escabulló hasta su cuarto compartido, pero no se fijó que su madre la acompañó con paso sereno.

Ella no quería pelear, era muy temprano para eso y, tras una extensa charla con su esposo, entendía que ya era hora de arreglar las cosas con su hija.

Sabía que, en ese momento, en el que estaban a solas, podrían hablar con mayor soltura, pero Micaela tenía mucho más en la cabeza que sus palabras hirientes de la cena de la noche anterior.

—Micaela, hija… —citó su madre y trató de llamar su atención.

La joven corría de lado a lado y respiraba agitada. Mientras se calzaba unas botas bonitas, se arreglaba el cabello salvaje que llevaba sobre los hombros y, tras eso, escarbó en su cartera para buscar su brillo labial.

»Hija, pensaba que podríamos conversar mientras preparábamos la comida y… —La señora Torres se atrevió a romper el muro que las dividía.

—Mamá, ahora no puedo —refutó Micaela y se angustió cuando perdió sus aretes dorados, los que había llevado desde niña—. Maldición —reclamó entre dientes.

Por suerte, su madre no consiguió oírla y la joven pudo continuar con la mente enfocada en una sola cosa: cumplir los deseos de Black.

En su cartera metió su teléfono nuevo, su computadora, sus credenciales, tarjetas de crédito, las agendas que Le Mayer había enviado y unos cuantos bolígrafos que encontró sobre su improvisado escritorio.

La joven se puso la cartera en el hombro y se acercó a su madre para besarla en la mejilla.

—Pero… —balbuceó su progenitora.

—Ya tengo que irme, mamá… tengo que ir a un evento en el centro de la ciudad —le dijo tras despedirse y caminó apurada hacia la salida.

Desde la puerta de su dormitorio, su madre la miró con congoja y en silencio le ofreció su bendición.

—Que Dios te acompañe, hija —susurró la madre y se apuró para seguirla hasta la puerta, pero Micaela salió corriendo para conseguir un taxi que pudiera llevarla hasta la zona central y en tiempo récord.

La joven consiguió un taxi en pocos minutos y, mientras viajaba, se trenzó el cabello y se arregló la blusa blanca que vestía. El conductor la miraba por el espejo retrovisor.

Cuando se vio de pie en frente de las lujosas oficinas de Giovanni, supo que no iba vestida para la ocasión. La camisa blanca con manchas de café no la iba a ayudar en nada, mucho menos su peinado infantil y descuidado.

Todas las jovencitas que allí se hallaban voltearon para mirarla y la detallaron de pies a cabeza. Cuchichearon entre ellas, pero Mica no les prestó atención y siguió avanzando con firmeza.

Como era de esperarse, el cuidador que controlaba el ingreso en la puerta la detuvo y la miró con desconfianza.

—No puedes entrar —le dijo firme y le impidió el paso.

Micaela le miró con grandes ojos.

—Vengo de las Agencias Black —defendió ella.

El hombre se rio y con tono sarcástico agregó:

—¿Vestida así? —le preguntó y la miró de pies a cabeza con un desprecio.

—El Señor La Mayer me ha enviado y…

—Sí, claro —bromeó el hombre y Micaela le miró ofendida—. Y yo vengo de Chaniel —se rio.

Micaela respiró tensa cuando entendió que no le iban a permitir ingresar al evento al que su jefe la había enviado, así que escarbó en su cartera para buscar su credencial y enseñársela, pero ni eso bastó.

Como no pensaba quedarse de brazos cruzados esperando a que un milagro ocurriera, se escabulló por la parte trasera del edificio y logró entrar por una de las puertas destinadas para los empleados.

La dejaron entrar sin problemas, de seguro por las fachas impropias que llevaba y, cuando estuvo adentro, le entregaron una chaquetilla negra para que trabajara como camarera del evento.

—No, no… yo… —titubeó y se arrepintió antes de que la sacaran a patadas—. O sea, sí… disculpe —se rio nerviosa y agarró la chaquetilla para vestirse.

Se vistió sin remordimientos y llevó con ella un bolígrafo y una de las agendas de Black para apuntar lo más importante del evento.

Participó del evento mientras entregaba bocadillos y copas con champagne. Nunca dejó de mirar al escenario, acorde escuchó cada cosa que sus presentadores decían de esa nueva línea de maquillaje y, con disimulo se acercó a la mesa de regalos para conseguir aquello que su jefe le había solicitado.

Dejó la bandeja plateada que llevaba a un lado y se acercó como si fuese parte del evento. Usó su credencial como asistente de Le Mayer para conseguir los productos de Giovanni.

Para su suerte, no se los negaron, pero su mayor error fue quedarse allí como espectadora. El cuidador de la puerta la reconoció y envió a los encargados de seguridad para que la sacaran inmediatamente del lugar.

Sus prendas arrugadas no pegaban con la prestigiosa marca del diseñador, mucho menos con la importancia de dicho evento.

La agarraron por los brazos y, en frente de todos, la forzaron a salir con poca discreción.




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