Solteros y arrogantes

6. Hermanas siempre

Desde que Micaela había comenzado a trabajar para las Agencias Black y, sobre todo, para el arrogante de Le Mayer, las discusiones con su madre habían ido en ascenso y, por ese motivo, la joven asistente le había ocultado gran parte de la verdad, puesto que no quería lidiar con las reprimendas de su madre.

La pobre ya tenía suficiente con los toscos tratos, las exigencias descabelladas y las famosas ocurrencias de madrugada de su jefe, y ya no le quedaba cabeza para escuchar los discursos correctivos de su madre y, con eso, las burlas de sus hermanas.

Para la señora Torres, desde que las Agencias Black habían entrado en la vida de su hija y su familia, la paz de su hogar había desaparecido. El hombre llamaba a la hora que se le antojaba. No respetaba comidas, sueño, ni mucho menos los domingos de iglesia y descanso.

Micaela había aprendido a sobrellevarlo todo, pero comenzaba a convertirse en una carga con la que ya se sentía imposibilitada de continuar.

Si bien, buscaba darles en el gusto a todos, cada vez se sentía más cansada y, poco a poco, empezaba a entender que, muchas felicidades ajenas no dependían de ella.

Ni siquiera la de su madre, por la que más luchaba.

Aunque su progenitora jamás había escuchado una de sus conversaciones privadas con su jefe, la mujer intuía que algo no estaba bien y nadie había conseguido sacarla de ese sentimiento amargo que la atiborraba cada vez que la famosa musiquita de la BlackBerry se oía por toda su casa.

La escuchaba y sabía de inmediato que se trataba de Black y, con él, venían todos los achaques que perturbaban a su hija.

La pobre siempre terminaba una llamada con muecas de tristeza, a veces en llanto y, otras veces, con rabietas que solo mostraban lo mal que Le Mayer le hacía.

Pero esa noche de viernes, todo fue muy diferente.

Tras recibir la llamada especial, la que había cambiado muchas cosas para Micaela, su madre entró en su dormitorio y simuló que barría el piso.

Desde su lugar y de reojo la miró.

Micaela estaba sentada en la cama, con la BlackBerry en las piernas y una mueca diferente a todo lo que su madre había visto antes. Los ojos le brillaban y una fascinante sonrisa se dibujaba en sus labios.

—¿Todo está bien, Micaela? —preguntó su madre y se acercó curiosa.

Micaela salió de su aturdimiento cuando tuvo a su madre al frente y se levantó con un fuerte impulso de la cama para rehuir de su curiosa mirada.

Cada vez se le hacía más dificultoso mentirle, ocultarle sus sentimientos y sus sueños y, solo allí se enfrentó a una dura realidad cuando entendió que, su madre, jamás iba a dejarla ir a vivir a otra ciudad, mucho menos para ir a trabajar con Alexander Le Mayer.

—Sí —mintió y se alejó para entrar en el cuarto de baño.

Desde la cama, Salomé miraba todo a través de sus gafas, las que usaba para leer. Tenía un libro antiguo entre sus manos y, cuando sintió la mirada intensa de su madre, disimuló.

Actuó como si no hubiese visto nada y continuó con su lectura fingida.

—¿Le pasó algo a tu hermana, Salomé? —preguntó la mujer desde su lugar.

Salomé fingió que abandonaba la lectura para prestarle atención. Le miró con el ceño arrugado y le dedicó una mueca de “yo no sé nada”.

—No que yo sepa —mintió Salomé.

Ella había escuchado claramente lo que su hermana había dicho a través de la línea y la frase “No puedo abandonar a mi familia” seguía haciéndole eco entre los pensamientos más complexos.

Su madre no se vio muy convencida, pero como no pudo obtener más de su hija, se tuvo que marchar, puesto que Micaela tampoco salía del cuarto de baño y, desde afuera, se podía escuchar el agua de la regadera.

Cuando su madre se alejó lo suficiente, Salomé se paró apurada de la cama y corrió a cerrar la puerta del dormitorio, para luego escabullirse hasta el cuarto de baño, donde su hermana se había encerrado para disimular la verdad.

Llamó a la puerta un par de veces. Desde adentro, Micaela la escuchó y pensó que se trataba de su madre.

—¡Estoy tomando una ducha, mamá! —gritó Micaela y se alejó cuanto pudo de la puerta.

Salomé golpeó otra vez y añadió:

—¡Soy yo, Mica! ¡Ábreme la puerta!

Micaela se sobresaltó y corrió a abrirle a su hermana. Como las jóvenes sabían que su madre podría regresar, se encerraron las dos en el cuarto de baño y se miraron a los ojos con temor.

—¿Ya se fue? —preguntó Mica con un tono ansioso.

Su hermana le miró con congoja. No le gustaba que siempre estuviera así. Angustiada, con miedo, preocupada. Muy por el contrario, Micaela era joven y merecía estar feliz, entusiasmada y soñadora todo el tiempo.

—Sí, pero no creas que te la vas a quitar de encima así de fácil —le advirtió Salomé y se apuró para cerrar el agua de la regadera—. No es tonta, sabe que le ocultas algo y yo también.

—No, no… —Micaela quiso refutar.

Pero su hermana la miraba con muecas de enfado y tenía los brazos cruzados encima del pecho.




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