Solteros y arrogantes

8. Impaciencia

Micaela fue acompañada por la asistente de vuelo hasta la zona destinada para primera clase. Aunque la mujer le habló durante largo rato sobre todos sus privilegios, ella se mantuvo silenciosa y retraída, aunque muy agradecida. 

El trato que se le entregó fue excepcional y, si bien, la joven asistente se sintió intimidada con tanto lujo y buen trato, intentó tomárselo de la mejor forma posible.

En su asiento individual, con una vista espectacular y una copa de licor sin alcohol en la mano, Micaela viajó durante casi cuatro horas hasta el otro extremo del país.

Dejó su tierra de nacimiento para internarse en esa jungla de edificios altos, de vidrios azulencos brillantes y una hermosa costa azulina y de arena blanca. A las siete en punto aterrizó en la nueva ciudad que la vería crecer y descendió del avión pisando con timidez.

Como sabía que en su primer día debía impresionar a su jefe, se tomó unos minutos de privacidad en el tocador femenino, donde se cambió los tacones y se arregló la ropa.

Vestía una camisa semi escotada blanca y pantalones de tela de color melocotón que se adecuaban perfectamente a su ceñida cintura. Tacones a juego y el cabello recogido. Ni una sola hebra ondulada se escapaba de su control.

Se cepilló los dientes, se aplicó perfume y labial brillante en esos labios carnosos que nadie había besado jamás. Se quedó mirando en el espejo por largo rato y una bonita sonrisa se dibujó en todo ese semblante radiante. El sonido de su BlackBerry la despertó de su letargo y se apuró para coger esa llamada.

Era él.

Por supuesto.

—Señor Le Mayer —dijo ella con un jadeó entrecortado.

—Señorita Torres, ¿cómo estuvo el viaje? —preguntó.

Se había pasado las últimas horas mirando el reloj. Calculando y recalculando los tiempos de viaje y esperando ansioso porque esa mujer de voz suave y dulce pisara la misma tierra que él.

—Espectacular, señor —respondió ella y no lo dejó hablar cuando le dijo—: le agradezco por permitirme viajar en primera clase.

—¿La trataron bien? —él quiso saber.

Si Micaela llegaba a decir que algo no le había gustado de su vuelo, estaba dispuesto a todo con tal de corregir aquello, incluso demandar a la aerolínea.

—Mejor que bien —se rio ella.

Encerrado en su oficina, Alex se rio también y se sonrojó. Micaela y su vocecita de niña buena le alteraban todos los sentidos.

—Me alegra, Señorita Torres —respondió él y de la nada sintió una fuerte ola de calor en todo el cuerpo—. Envíe a alguien a recogerla al aeropuerto. La llevará hasta su departamento nuevo para que se acomode y luego la traerá a mi oficina.

—Vaya… —susurró ella.

Estaba muy sorprendida por su eficiencia. Se suponía que ella era la asistente, pero ahí estaba él, demostrándole lo interesado que se sentía de tenerla cerca y lo eficaz que era cuando se trataba de conseguir un juguete nuevo.

Y su nuevo capricho era ella y estaba dispuesto a todo con tal de tenerla.

Micaela dejó con decisión el cuarto de baño en el que estaba encerrada y caminó por los pasillos del aeropuerto.

No tardó mucho en encontrar a un hombre elegante con un cartel negro en la mano que rezaba su nombre con letras blancas. Ella se acercó sonriente, pero el hombre la ignoró y siguió mirando la frente, buscando a la afamada y agraciada Micaela Torres, la primera asistente que era contratada de manera oficial por su mandón jefe.

—Hola —saludó Mica con esa maravillosa sonrisa que aturdía a muchos.

El enviado de Black arrugó el ceño y la miró brevemente.

—¿Puedo ayudarla en algo? —quiso saber el hombre que esperaba a por ella.

—Soy Micaela Torres —dijo firme.

La sonrisa amable que tenía el hombre cambió en dos segundos y muecas de sobresalto adornaron todo su rostro paliducho.

—¿Usted? —preguntó alterado y retrocedió para mirarla de pies a cabeza.

No iba a negar que era una jovencita muy bonita, sobre todo con esa ropa elegante que la hacía lucir espectacular, pero no era lo que él esperaba.

Ni él, ni nadie, mucho menos Alexander Le Mayer.

—Sí —se rio ella.

Se rio tan feliz que el enviado de Black se contagió rápidamente y se sintió a gusto con esa muchachita simpática que tenía ante él. Y es que esa particularidad heredada y que cada hermana Torres portaba en su sangre, maravillaba al mundo con la humildad y naturalidad que las caracterizaba y, en ese momento, no fue la excepción.

Micaela abrió su bolso y le enseñó su credencial. El hombre se quedó boquiabierto cuando comprobó que ella era la asistente de su jefe y asintió obediente.

Se apuró para coger su maleta y la guio amablemente hacia el coche en el que viajarían hasta su nuevo departamento.

Micaela se sentó en la parte trasera y viajó mirando por la ventana, mientras que, el chofer, viajó mirándola a ella.

Micaela era lo más opuesto que había visto nunca a todo lo que acostumbraba a ver en la oficina, y no solo por esa parte estética que sobresalía en demasía, sino, por su actitud amable y simpatía.




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