Solteros y arrogantes

12. Don nadie y gata salvaje

Micaela se durmió temprano, después de tomarse una taza de leche tibia y, cuando menos se lo esperó recibió una llamada en la mitad de la noche.

El lugar se hallaba tan silencioso que se sobresaltó en demasía. Aun así, no dejó que aquello la espantara y corrió a coger la llamada.

—¿Sí? ¿Quién habla? —preguntó ella con la voz entrecortada.

—Torres, en la sala encontrarás unas llaves de un coche —dijo Alex con prisa—. Recógeme en el Club Oxigen, está entre la catorce y la seis —ordenó Alexander.

Micaela abrió grandes ojos.

—¿Cómo?  —preguntó ella, aun dormida, pero, para su mala suerte, el hombre ya había finalizado la llamada.

Se levantó asustada y corrió a vestirse.

Se lavó la cara y se forzó a despertar. El reloj marcaba las tres de la madrugada y, no obstante, reclamó entre dientes unas cuantas veces, cuando llegó a la sala encontró las llaves de un coche en un colgadero, tal cual él le había dicho.

Las cogió sin saber qué era lo que buscaba, pero cuando salió del departamento, se topó de frente con un coche oscuro, el mismo que el conductor que la había recogido en el aeropuerto había usado.

Se montó en el coche a regañadientes y buscó un taxi para pedir indicaciones.

No le tomó ni veinte minutos llegar al Club en el que su jefe se hallaba. El hombre esperaba en la puerta, junto a una rubia de labios inflados.

Ella aparcó frente a ellos y tocó el claxon para indicarles su llegada. Alexander la vio a través de los cristales y se puso tan feliz de verla que se odió por tener esos sentimientos tan opuestos.

El alcohol en su cuerpo no ayudaba mucho.

—Tardaste demasiado —le dijo agresivo.

Ella no respondió nada y esperó tranquila a que los dos se montaran en la parte trasera del coche.

»Primero llévame a la farmacia más cercana, necesito comprar algunos gorritos y luego iremos a casa —dijo divertido.

Ella le regaló una mueca de repulsión a través del espejo retrovisor y condujo en total silencio, buscando una farmacia, mientras que atrás, Alex y su nueva conquista se manoseaban con descaro.

Ella podía oír los gemidos de la mujer y los ruidos de sus besos.

No dudó en encender el estéreo para evitar escuchar el escándalo que llevaban en la parte trasera.  

—¡Hemos llegado! —gritó para que pudieran oírla, pero no se atrevió a mirar atrás.

Alex se rio y le regaló un gesto para que se bajara a comprar. Ella era su asistente, era su deber hacer las compras.

—¡Natural XL y un lubricante! —gritó él sacando la cabeza por la ventana.

Micaela se detuvo cuando lo escuchó y volteó para mirarlo. Tenía grandes ojos y una mueca de impresión que él acostumbraba a ver. Alex le regaló una monería para alardear sobre su gran serpiente, pero la muchacha de ojos oscuros se largó a reír y le preguntó:

—¿Está seguro de la talla? —La mirada divertida del hombre cambió a fastidio.

No le gustaba que pusieran en duda el tamaño de su masculinidad.

—Segurísimo —aseveró serio—. Natural XL —repitió.

Micaela asintió y se metió en la farmacia para comprar lo que él le había pedido. Cuando regresó, se los entregó sin mirarlo a la cara y volvió a su puesto para conducir por la ciudad y llevarlo a casa.

Ella sabía bien en donde él vivía. Le había enviado decenas de paquetes a su dirección y logró hallar las calles sin ningún inconveniente.

Cuando llegaron, el hombre le pidió a Micaela que bajara y les prepara un par de tragos para complementar esa noche de pasión, pero la asistente se negó.

—Soy tu asistente, no tu empelada doméstica —le dijo firme.

La rubia que los acompañaba se echó a reír y no se guardó sus comentarios prejuiciosos.

—Despídela, Alex —dijo la mujer con simpleza—… negra que no obedece... —quiso decir con tono despectivo.

—¡Cállate! —gritó Alex y la miró con rabia.

Micela retrocedió timorata y Alexander la miró con consternación.

La rubia se rio, sin entender qué estaba ocurriendo entre ellos y, como la primera advertencia no le quedó clara, continuó, sin saber a qué se enfrentaba verdaderamente.

A los sentimientos contrapuestos de Alex y a la lucha interna en la que se hallaba.  

Sus prejuicios en contra de lo que sentía, lo que Micaela le originaba, una disputa interna de la que ya se creía perjudicado.

—Oh, vamos, Alex, despídela y ya… hay muchos más como ella, más eficientes y respetuosos, que saben mantener su lugar de inferioridad. —La rubia miró a Micaela de pies a cabeza. Ella se puso tensa y Alex pudo sentirlo, algo que no le gustó—. O domestícala —se rio.

Alexander gruñó y apretó los puños con rabia.

—Tal vez, no es a mí a quien deban domesticar —bromeó Micaela y miró a la rubia con una mueca divertida.




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