Como Micaela sabía que no iba a poder conciliar el sueño, no después de todo lo que había ocurrido con su jefe y su amante de turno, se quedó en la casa de Le Mayer para hacerle compañía.
Se sentó en un sofá junto a él y lo oyó dormir por largo rato. Cuando el amanecer llegó, la muchacha se levantó tan motivada como siempre y le preparó un desayuno completo.
Sabía que, cuando se despertara, la resaca lo tendría con más malhumor del que ya tenía, así que estofó huevos, abrió un par de aguacates, los que picó con un chorrito de aceite y semillas de sésamo.
Metió pan fresco en el horno y preparó diversos frutos de todos los colores. Hizo café y espumó la leche. Exprimió un par de pomelos para hacer jugo fresco y metió un par de botellas con agua en la nevera.
Como no quería estar allí cuando él despertara, puesto que podía apostar que no sería un buen despertar, le dejó una nota y se marchó, no sin antes mirarlo dormir.
Le pareció tan opuesto a lo que él le mostraba al resto del mundo que, por unos breves instantes, lo desconoció. El Alexander Le Mayer que le mostraba al mundo, no era ese mismo hombre que dormía tranquilo, aparentando humanidad y calma.
Dejó la nota frente a él y se marchó sin mirar atrás.
En su departamento privado Micaela se duchó, desayunó y eligió su ropa para ese día. La planchó tranquila mientras veía las noticias. Tras regar sus nuevas plantas, se dispuso a partir hasta las dependencias de las agencias.
La independencia se sentía bien. Aunque claro, extrañó los gritos y risas de sus hermanas; las miradas desaprobatorias de su madre y las cálidas sonrisas de su padre, pero ella sabía que debía adaptarse, mientras se encontraba a sí misma y descubría qué era lo que verdaderamente quería para su vida.
Cuando Alexander se despertó, lo primero que lo invadió fue una resaca que lo hizo gruñir por la rabia. El cuerpo le dolía, puesto que se había dormido en un sofá.
Se incorporó aun con aliento a alcohol y, rápidamente recordó lo que había ocurrido durante la madrugada.
Con la punta de los dedos se tocó las mejillas. Podía sentir el ardor de los arañazos y todo el peso de sus errores encima de sus hombros.
Recordó entonces a Micaela y se alteró con evidencia.
—Mica… —carraspeó—. ¿Señorita Torres? —preguntó tras corregirse. Ella no respondió y él alzó la voz—. ¡¿Señorita Torres?! ¡Torres!
Pero nadie respondió.
Recordó su bolso y lo buscó con ansia entre sus muebles, pero solo halló su nota, la que se apuró por leer, pero la resaca estaba torturándolo y, cuando se levantó del sofá, un fuerte mareo lo invadió de inmediato.
»Ah, maldición —reclamó entre dientes y levantó la nota para leerla.
“Le dejé el desayuno y botellas con aguas fría
en la nevera para que se hidrate.
Tome un baño largo y yo pasaré por la farmacia
para comprar algún ungüento para sus heridas”.
Micaela T.
El hombre se sintió tan protegido por ella, por sus palabras y cuidados que, la rabia lo invadió y apretó su nota en su puño, con tanta fuerza que la mano le tiritó.
Caminó con rabia y grandes zancadas hasta la cocina. Abrió grandes ojos cuando vio los huevos sobre la hornilla. En el centro de la mesa había pan, café humeante, leche espumada y un sinfín de frutas variadas.
Se acercó a la mesa con una mueca cargada de congoja. Por un lado, no quería comer la comida preparara por alguien como Micaela, pero, por otro, el aroma y la apariencia de sus preparaciones le atraían fuertemente.
Se olvidó de sus propios prejuicios cuando supo que estaba solo, que nadie iba a cuestionarlo y agarró los huevos tibios para sentarse a comer. Cuando se metió la primera cucharada, los huevos se deshicieron en su boca y gimió masculinamente conforme disfrutó de la buena mano de Micaela.
Todo se sentía sabroso al paladar. La temperatura era perfecta, pero, por alguna extraña razón, solo sintió tristeza.
Miró al frente y confirmó lo que ya sabía.
Estaba solo.
Miró a su alrededor para hallar más de lo mismo y, no obstante, los ojos se le nublaron con sus propias lágrimas, puesto que no tenía a nadie para compartir ese momento tan gratificante, se tragó toda amargura cuando la mujer que mantenía su casa limpia llegó.
—Buenos días, Señor Le Mayer —le saludó Jenny y caminó por la cocina.
Vio toda la comida que había en la mesa, los trastes sucios y el rico aroma que, por primera vez, invadía esa olvidada cocina y miró al hombre con grandes ojos.
—Hola, Jenny —respondió frío y no se atrevió a mirarla.
—¿Usted preparó todo…? ¡Oh, Dios mío! —exclamó Jenny cuando vio las heridas en su rostro, pero no hizo más comentarios. Él no respondió. Se mantuvo taciturno—. Huele delicioso, Señor —le dijo con tono alegre fingido, pero él siguió siendo el desdichado de siempre—. Bueno, que disfrute de su desayuno. Comenzaré a limpiar la piscina.
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Editado: 17.06.2022