Tras el divorcio de sus padres, Alexander había trabajado para mantener a su madre a salvo, lejos de las vecinas curiosas y las falsas amigas de la familia, las que solo se habían encargado de ensuciar el nombre de su madre tras la crisis que habían enfrentado como familia, crisis de la que nunca se habían logrado recuperar.
Alexander la había ayudado a reubicarse en las afueras de la ciudad, donde podía mantenerla lejos de los clubes nocturnos que solía frecuentar. Solo así había logrado controlar parte de su adicción al alcohol y las drogas, adicciones que se habían originado tras el nacimiento de su segundo hijo, más las constantes agresiones y desprecios de su propio esposo.
Esa mañana, Alexander compró un pastel de fresas en una de las dulcerías favoritas de su madre y viajó en total silencio hasta su casa.
La mujer que cuidaba a diario de su madre apareció por la puerta para recibirlo.
Era una amiga de la infancia de su madre. Aunque Alex le entregaba un salario mensual, ella se negaba a recibirlo. Decía que era su deber cuidar a quien tanta fidelidad y alegría le había entregado en su niñez.
A la mujer no le agradaban sus visitas. Le recordaba mucho al verdadero culpable de todos los problemas de su vieja amiga y el joven Calvin, así que, no solía recibirlo con la mejor de las caras.
—Buenos días, Alex —saludó Mirtha, la amiga de su madre, quien también limpiaba y se preocupaba de que su madre no muriera por una sobredosis—. Que agradable sorpresa —dijo fingida.
Alexander se echó a reír.
—¿Agradable? —preguntó cuando se acercó a ella y le ofreció el pastel que había comprado para su madre—. No tienes que mentirme —se rio otra vez.
La mujer le miró poco convencida y sostuvo el pastel.
—Vienes solo, ¿verdad? —preguntó con una ceja en alto—. Escuché por ahí que Marc regresó a la ciudad y…
—Sabes que no lo traería —la interrumpió Alex, refiriéndose a su padre y le miró con desazón—. Él solo empeora las cosas.
—Y tú también —le dijo Mirtha con tono severo—. Ni a ella ni a Calvin les hace bien verte y todo se pone terrible cuando te largas —le regañó.
Alex escondió la mirada y la mujer sintió lástima de verlo así, tan inofensivo y devastado que, hasta pudo palpar su dolor.
»Te lastimó, ¿verdad? —le preguntó, refiriéndose a Marc, su padre.
Alex le regaló una mueca de desinterés.
—Solo intenta corregirme —excusó Alex.
La mujer bufó.
—¿Corregirte? —preguntó sarcástica—. Hijo, te lo he dicho una y mil veces, eso es maltrato y ya es hora de que rompas esas cadenas —le dijo cariñosa y se acercó para acariciarle la mejilla. Los ojos de Alex brillaban—. Aun eres joven y si no lo frenas ahora, terminarás como tu madre —le aconsejó—. Mi Giorgia estaba llena de vida, él la drenó… es un maldito vampiro —dijo entre dientes y dio la media vuelta para entrar en la casa.
Alex escuchó sus palabras con un nudo amargo en la garganta. Los ojos se le mojaron, pero se los limpió con bruteza, con una rabia que no sabía cómo controlar e inhaló fuerte para enfrentarse a su realidad más dolorosa.
Su familia rota.
Su madre estaba sentada en un sofá reclinable. Frente a ella, la televisión estaba encendida y las luces blancas alumbraban su rostro cadavérico. Ojeras negras, cabello sucio y uñas mordisqueada.
Un semblante terrible. No quedaban ni suspiros de lo que alguna vez esa mujer había sido.
Alex se acercó a ella con pisadas timoratas. Cada vez le asustaba más la idea de perderla y no poder besarla o abrazarla otra vez por culpa de esas malditas adicciones que la consumían cada día más.
—¿Mamá? —llamó y tomó su mano.
La halló fría y se apuró para coger una manta y cubrirla rápidamente.
A la mujer le tomó unos instantes reconocerlo y, cuando lo hizo, se alegró en demasía. Los ojos entristecidos que siempre tenía se alegraron y se colmaron de color.
De ese mismo color celeste que le había heredado.
Una sonrisa menesterosa se dibujó en sus labios.
—Alexander —murmuró la mujer entre dientes y quiso levantarse para estrecharlo en un apretado abrazo, pero se hallaba tan débil que las piernas le temblaron—. Mi Alexander, mi Alexander regresó a casa —se entusiasmó y lo tomó por las mejillas para llenarlo de besos.
Él se emocionó hasta las lágrimas cuando pudo abrazarla fuerte. Humedeció su cabello dorado con su llanto cargado de temor y se quedó arrodillado a su lado largo rato, mientras asimilaba todas esas emociones.
Una a una.
Un trago amargo tras otro.
—Te traje pastel de fresas… —susurró con la voz destrozada, pero se mantuvo firme hasta el final.
—Mi favorito —dijo ella con una sonrisa y se esforzó para ponerse de pie.
Alexander la sostuvo entre sus brazos y la ayudó a caminar. Sus brazos se sentían huesudos al tacto y la ropa que vestía le quedaba tan holgada que, Alex imaginó lo delgada que se hallaba.
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Editado: 17.06.2022