Mientras Micaela lidiaba con los caprichos de ricachones prejuicios, su madre no dejaba de pensar en ella y en cada palabra que le había dedicado antes de que la tierra se la tragara por completo.
Micaela no había regresado y su madre empezaba a sospechar. Contaba las horas por verla otra vez y saber con exactitud qué estaba ocurriendo con ella. Pero sus hijas menores ya se hallaban diez pasos por delante de los suyos y no habían tardado en desmentir sus teorías y la engañaban fácilmente, distrayéndola con cosas simples.
—Tu dormías cuando ella llegó —mintió Salomé mientras se preparaba para ir al trabajo—. Y se fue a primera hora, la pobre, muerta del sueño —agregó poniendo muecas de tristeza.
Desde la mesa, su madre la observaba con ojo crítico, conforme organizaba los ramos para el uno y dos de noviembre, dos fechas importantes para su calendario.
Lucero se había enfermado por comer chicharrones y estaba recostada en un sofá en la sala, mientras escuchaba con mucha atención la charla de Salomé y su madre.
—¿Y tú la viste? —preguntó la mujer y le miró con desconfianza.
Salomé se detuvo en la mitad de su huida y apretó los ojos con terror. Sabía que su madre podía ser una dueña de casa muy humilde, pero de tonta no tenía ni un solo pelo.
—Sí, mamá, yo la escuché y también la vi —mintió Salomé otra vez y volteó para mirarla con una ilusoria sonrisa.
Su madre notó que algo no estaba bien y se puso de pie para seguir con su interrogatorio matutino.
—¿Estaba borracha? —quiso saber y se acercó con su paso intimidante.
—¿Y cuál es el problema si estaba borracha? —preguntó Salomé, un tanto ofendida.
Su madre le concedió un mohín.
—Las señoritas no se emborrachan —le refutó la mujer.
Siempre severa.
Salomé se sintió insultada y no dudó en quitarse todo eso que sus palabras le estaban causando.
—Yo llego borracha a veces, cuando tengo dinero para irme de copas con mis amigas y a mí no me dices nada —le dijo firme, aprovechando también de desviar el tema—. ¿Acaso yo no soy una señorita para ti? —preguntó Salomé.
Su madre balbuceó unas cuantas incoherencias antes de dar una gran respuesta.
—No, yo no dije eso… —susurró la madre, nerviosa—. Existe una gran diferencia entre tú y Micaela. Y no la estoy menospreciando, si eso crees.
—Y entonces, ¿qué? —quiso saber Salomé y se puso las manos en las caderas para verse más desafiante
Aunque claro, era la más desafiante de toda la familia.
—Lo que quiero decir, Salomé, es que al menos tú has vivido. Sabes lo que es una cerveza, una resaca y un condón… —dijo cabizbaja, muy avergonzada por referirse a aquello que los jóvenes usaban a diario—, tu hermana no sabe nada de eso y…
—Mamá, no conoces a Micaela, no es la tonta que todas creen —refutó Salomé, mirando también a Lucero.
—Exacto —la interrumpió su madre—, no la conozco, nadie la conoce de verdad —insistió—. Y eso es lo que más miedo me da. —Las dos se miraron vivamente—. La Micaela que yo recuerdo era libre, pero yo le quité su libertad —se culpó. Tenía los ojos llenos de lágrimas—, y temo que, cuando encuentre la libertad que le quité, no sepa cómo manejarla.
A Salomé se le apretó el corazón cuando vio a su madre así, tan sensible que, por unos instantes, estuvo segura de que Micaela era su hija favorita. Se rio al tener esos pensamientos tan ridículos y se apuró para abrazar a su madre y darle calma.
—Micaela está bien, mamá —consoló Salomé besándole la corona de la cabeza—. Tiene mucho trabajo y anda corriendo para todos lados.
—Si hablas con ella… ¿puedes pedirle que me llame? —quiso saber la madre.
Salomé se rio.
—¿Qué? ¿Ahora la extrañas? —preguntó con tono divertido.
Su madre se mostró insultada.
—¡Por supuesto que sí! —exclamó la madre—. Siempre ha sido mi compañera más leal. —La miró dulce—. Todas crecieron, pero Micaela siempre será mi niña pequeña. —Se rio dolorida.
Salomé la miró con congoja.
—Ella también crecerá, mamá… ¿Qué piensas hacer? —preguntó preocupada—. ¿Retenerla?
Su madre negó con una sonrisa en los labios.
—La dejaría libre, aun cuando ese sea mi mayor sacrificio —le reveló con los ojos llenos de lágrimas.
Salomé sonrió y le regaló un asentimiento. Tras eso, besó su sien y se marchó.
Sabía que había logrado tranquilizarla, pero también sabía que aquella paz no duraría mucho y que pronto la sospechas regresarían con más firmeza.
Al otro lado del país y agobiada por conseguir aquello que había prometido, Micaela usó sus dotes tras el volante y condujo a toda velocidad por la animada carretera, dejando atrás las instalaciones de Steel Lauder y a ese asistente que, además de hacerla reír, le había hecho ver lo valiosa que era.
Su destino era un centro oncológico, donde esperaba encontrar a las nuevas protagonistas de la campaña para la prestigiosa marca y cumplir así, con los deseos del Señor Lauder.
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Editado: 17.06.2022