Con un poco de desilusión en el cuerpo, Micaela condujo hasta las instalaciones de las Agencias Black y esperó sentada en el coche por casi una hora. Dormitó entre saltos hasta que los encargados de seguridad llegaron para abrir las puertas.
Ingresó a la oficina de su jefe y organizó el lugar con mucho cuidado. Quería que todo estuviera perfecto, puesto que sabía que tendría problemas por su desaparición del día anterior.
Aunque le había escrito un correo a Alexander, indicándole que se encontraba realizando algunos compromisos para H&W, él jamás le respondió nada y desde allí, no había tenido noticias de él otra vez.
Joshua llegó algunos minutos después en compañía de Marc Le Mayer. Micaela se tensó en su asiento en cuanto los vio juntos y quiso escapar y alejarse de ellos.
El hombre de cabellos dorados y mirada profunda le ofreció un desprecio en cuanto pasó por la puerta y no vaciló en acercarse a ella para amenazarla. El padre de Alex sabía muy bien lo que la mujer había escuchado tras la puerta y era hora de prevenirla antes de que mal usara esa información.
Ella contuvo la respiración cuando el hombre estuvo cerca, pero se mantuvo firme.
—¿Puedo ayudarlo en algo, señor? —preguntó ella con cortesía.
El hombre sonrió burlesco.
—Me harías un favor desapareciéndote de mí vista, ¿sabes? —le preguntó.
Desde su puesto, ella le miró con los ojos brillantes, cargados en furor.
—Bueno, lamentablemente trabajo aquí y no le puedo dar en ese gusto, señor —respondió Micaela, marcando bien la última palabra.
El hombre se rio otra vez.
—Nunca había conocido a una mujer tan atrevida. Ni siquiera deberías abrir el hocico, ¿sabes? Mi hijo debería ponerte un bozal —dijo Marc y rodeó el escritorio para hablarle de cerca—. A las esclavas como tu…
—¡Micaela! —gritó Alexander desde las puertas del elevador—. ¡A mi oficina, ahora! —exigió.
Ella clavó sus ojos en Alexander y, si bien, estaba atrapada detrás del escritorio y el cuerpo de Marc, se las ingenió para rehuir y perseguir a su jefe hasta su oficina privada.
En el interior de la oficina, Alexander esperó impaciente por su llegada. Se dijo a sí mismo que, si Micaela no aparecía por su puerta en los siguientes tres segundos, iría él mismo a buscarla.
Aunque para el resto del mundo se apreciaba furioso, la verdad era que, estaba muerto del miedo.
Que su padre estuviera cerca de Micaela solo le causaba terror, el mismo que había sentido desde niño, el mismo con el que Calvin había crecido y por el que su madre se había refugiado en las drogas.
Él no quería que su padre siguiera lastimando a otros, mucho menos cuando se trataba de Micaela.
Ella apareció a tiempo, antes de que todo se descontrolara y le miró con sus profundos ojos negros.
—Señor…
—Cierra la puerta —ordenó él.
La mujer acató su orden y regresó a mirarle con sus brillantes ojos oscuros.
Aunque ella esperó a que dijera algo, él se mantuvo silencioso y actuó muy extraño. Se acomodó en su silla y encendió su computadora. Hizo todo sin mirarla, aunque claro, con un evidente temblor corporal que no pudo disimular.
Que los dos estuvieran en la misma habitación, con la puerta cerrada y en absoluta privacidad, solo empeoraba todo lo que los dos creían sentir.
—Ayer le escribí un correo y…
—No tienes que hablar —le dijo él sin mirarla—. Busca una silla y ponte a trabajar —ordenó.
Micaela se sintió muy confundida.
—¿Quiere que regrese a mi escritorio? —preguntó ella.
—No —refutó él y la miró brevemente—. Solo agarra una maldita silla y ponte a trabajar —ordenó otra vez.
Micaela no entendió su exigencia.
—Señor, puedo ir a mi escritorio y…
Micaela quiso refutar a sus extrañas exigencias, pero guardó silencio cuando el hombre se puso de pie, totalmente descontrolado, y agarró una de las muchas sillas que allí había para ponerla en una de las esquinas de su amplio escritorio.
Había espacio suficiente para los dos.
—¡Solo siéntate! —le ordenó, pero ella estaba paralizada y no reaccionó a tiempo.
Él sí y se apuró para agarrarla por el brazo.
Estaba tan desmandado por todo lo que sentía que, su agarre fue brusco y la lastimó sin ser consiente de nada. Ella gimió el sentir sus dedos enterrándose en su piel delicada.
Estaba segura de que nunca la habían agarrado así y trató de defenderse, puesto que no entendía nada de lo que Alexander trataba de hacer.
Él la jaló hasta la silla con fuerza. Ella no cedió como él esperaba y forcejearon absurdamente sin entender muy bien qué estaba ocurriendo.
Él solo quería retenerla y ella solo deseaba liberarse.
—No… —gimió ella, conforme intentaba liberarse de sus brazos—. Suélteme… —suplicó con miedo y lo golpeó con los puños en los brazos.
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Editado: 17.06.2022