Solteros y arrogantes

29. En la oscuridad

Alexander sabía que no podía desaprovechar ese momento tan íntimo, donde las diferencias parecían haber cesado y se atrevió a dar el gran paso que tanto trabajo le había tomado.

Se puso de pie con esa masculinidad que volvía locas a muchas y caminó hacia el fondo de la habitación privada en la que su madre se encontraba.

Movió un sofá alargado hasta el fondo y le puso una mesa decorativa al frente;  encendió las luces bajas para crear un ambiente muy íntimo y, sobre todo, romántico.

Lo hizo todo bajo la curiosa mirada de Micaela, quien, para ese entonces, continuaba sentada en la cama, junto a Giorgia y, no obstante, no entendía muy bien qué era lo que Alexander estaba haciendo, todo tuvo sentido cuando él caminó hacia la entrada de la habitación y cogió las bolsas con pollo frito recalentado.

—¿Quieres cenar? —le preguntó con esa voz ronca e intimidante y llevó las bolsas hasta la mesa que él mismo había acomodado.

Micaela se quedó boquiabierta. Su pobre corazón se vio abatido por todo. Eran los gestos más lindos que Alex había tenido para con ella durante toda esa primera semana y no pudo negarse. Se rio coqueta y se puso de pie para caminar hacia el sofá que el hombre había adecuado para que tuvieran comodidad.

Con un poco de tensión en el cuerpo, pues las luces bajas y la intimidad que Alex había creado no ayudaban mucho, Micaela se quitó el saco negro del hombre y lo acomodó en una esquina del alargado sofá.

Alex pudo ver más piel, también las curvas de su cuerpo, las que se dibujaban con sutileza bajo su ropa ajustada.

Estuvo seguro de que nunca tuvo un cuerpo tan armonioso en frente de él y, si bien, había follado con las mujeres más perfectas del país, las que habían sido diseñadas por los mejores cirujanos, era la naturalidad que Micaela poseía la que la hacía tan perfecta.

—Ponte cómoda, por favor —le dijo él con dificultad.

Pasó saliva cuando la vio caminar alrededor de la mesa y buscar un lugar en ese alargado sofá.

Alex supo que tendrían que tocarse cuando vio el tamaño de la mesa. Pequeño, pero no pudo negar que se sintió agradecido de que, por fin, algo lo favoreciera.

El hombre tomó las bolsas con la comida aun caliente y las acomodó sobre la mesita. Micaela detalló todo con sus bonitos ojos oscuros y buscó una forma de atarse el cabello para comer más cómoda.

Se amoldó la melena por la espalda y detrás de las orejas, todo bajo la mirada de Alex, quien ya no podía caer más profundo en su hechizo y supo que no existía un límite cuando se trataba de ella.

Ella pudo percibir la forma en que él la estaba mirando y no dudó en clavar sus ojos oscuros en los de él.

Alex reaccionó como si lo hubieran pinchado y se sentó a su lado con un rápido movimiento, atemorizado de que ella descubriera lo que le estaba pasando.

Sentados uno al lado del otro y en total silencio, comenzaron a comer, cada uno sumido entre sus pensamientos

Alex vivió un terrible debate consigo mismo y sintió que era una verdadera tortura luchar en contra de lo que había crecido creyendo y lo que sentía.

«¿Qué era más fuerte?» Se preguntaba Alexander cada vez que revivía su crianza, las disciplinas de su padre y ese odio infundado que le habían obligado a sentir hacia las personas como ella.

Y por más que se lo preguntaba, no encontraba una respuesta.

Micaela notó su tensión y quiso entender qué estaba ocurriendo con él, pero el hombre creaba distancia entre los dos y, esos gestos bonitos que le había mostrado antes desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos con su frialdad y comportamiento taciturno.

Comieron tranquilamente y por largo rato, pero, de manera accidental, sus cuerpos se rozaron y Alex se tensó tanto que, ella se vio obligada a alejarse.

Se deslizó por el sofá unos cuantos centímetros.

Alex lo notó y no le gustó la distancia que se marcó entre los dos. Sentía que, el romanticismo que había buscado crear, desaparecía por culpa de sus miedos.

—Micaela… yo… —Alexander trató de excusarse.

—No tienes que decir nada para excusarte —le respondió Micaela y dejó sus platillos desechables quietos sobre la mesa—. Yo lo entiendo, Alexander. Yo lo entiendo muy bien —murmuró comprensiva. A él le gustó como se oyó su nombre siendo pronunciado por sus hermosos labios—. En la escuela era igual. Nadie quería sentarse conmigo, decían que olía extraño, aun cuando me bañaba todos los días y era muy limpia —se rio, mostrando que, ya no le afectaba—. No tienes que decir nada, entiendo lo que sientes y cómo te sientes —susurró tolerante y buscó su mirada, pero, como siempre, él rehuyó atemorizado.

Pero sus palabras y comprensión solo le hicieron sentir alivio. Suspiró de la misma forma y acomodó sus codos en sus muslos para cogerse la cabeza con las dos manos.

—No quiero lastimarte —le expresó él, pero no tuvo la fuerza para mirarla a los ojos.

—Y no lo harás —susurró ella y se atrevió a acariciarle la espalda.

Lo hizo de arriba abajo en repetidas veces. Sus caricias le calmaron. Tal vez, eso era lo único que Alexander necesitaba, un poco de amor, comprensión y alivio a todo lo que se afrontaba.




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