Solteros y arrogantes

30. Liberación

Los dos se quedaron en silencio, sintiendo sus respiraciones calmas y sus cuerpos tibios, mientras que, la oscuridad les ayudó a complementarlo todo.

Alex pudo entender lo que Micaela había tratado de explicarle y, claro, en ese momento, la sintió como nunca había hecho.

En esa oscuridad seductora que los envolvía, él no pudo ver su color de piel, pero si fue consciente de que era ella a quién tenía entre sus brazos y de cada cosa que ocurrió esa noche.

La muchacha puso su rostro en su cuello y su respiración pausada acarició su mentón durante toda la noche. Sus manos descansaron en su pecho y, sus cuerpos se tocaron hasta que los dos consiguieron dormir.

A Alex le tomó un poco más de tiempo y, no obstante, estaba cansado por lo poco que había dormido en los últimos días, la sola idea de tener a Micaela entre sus brazos impulsaba su cuerpo, su corazón e incluso sus pensamientos más perversos a un estado de agitación que no podía apaciguar.

Se quedó un largo rato despierto, intentando conciliar todo eso que estaba sintiendo dentro de su pecho.

Lo que estaba sintiendo con ella.

La muchacha se quedó dormida en cuestión de minutos y Alex se las ingenió para alcanzar su saco negro para cubrirle la espalda y abrigarla. No quería despertarla, no quería —por ningún motivo— arruinar ese momento que, de seguro, no se repetiría otra vez.

Micaela se soltó con el paso del tiempo. Sus manos se relajaron e invadieron todo su pecho. A Alex le agitó sentir sus manos viajando por su cuello y su abdomen.

Cuando cogió valor, se atrevió a tocarla también. Puso sus manos en su espalda y cintura y se dejó llevar por el ritmo pasible de su respiración. Se durmió cuando menos se lo esperó, cuando sus dedos viajaban por encima de su ropa y reconocían ese cuerpo que jamás había sido tocado por ningún otro hombre.   

A las seis de la mañana, la enfermera de turno ingresó a la habitación en la que todos dormían. Llevaba su mesita con medicamentos y el desayuno de Giorgia, quien continuaría allí por un par de días.

La mujer entró sin hacer mucho ruido y se acercó a Giorgia con cuidado para luego encender las luces que se hallaban a su lado. Giorgia entreabrió apenas los ojos y dejó que la enfermera hiciera lo suyo.

Le revisó los signos vitales y los apuntó en su tablero. Tras eso, examinó sus heridas, las que se había ocasionado al caer en el momento de la sobredosis.  

—Pediré la autorización de su médico para algunos antibióticos o terminará con una infección —le dijo la enfermera con una voz dulce y le acercó la mesa para la comida.

Giorgia supo que era la hora del desayuno y se reincorporó animosa para recibir su comida. Se llevó una grata sorpresa cuando, frente a ella, vio a su hijo y la morena de cabello ondulado dormir profundamente y abrazados en la mitad de ese sofá alargado.

Los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez, pero se contuvo el llanto para no arruinar tan maravilloso momento con su drama innecesario.

—Dios mio —susurró bajito—, se ven adorables.

La enfermera volteó para mirar lo que Giorgia observaba con tanta adoración y se encontró con una bonita escena.

—Hacen una linda pareja —le dijo la enfermera con una sonrisa, pero también muy confundida.

En esa ciudad, todo el mundo sabía de las denuncias en contra de Alexander Le Mayer, sus gustos y esos prejuicios que hacían que el mundo se alejara de él. Y verlo con una morena entre sus brazos, alteraba todo lo que creían saber de él.

»No sabía que tenía novia —especuló la enferma y comenzó a poner los alimentos para Giorgia sobre la mesita.

—Bueno, ahora ya lo saben —cuchicheó la madre de Alex, muy orgullosa de ese pequeño cambio que su adorado hijo mostraba.

Y, no obstante, Micaela recién empezaba a formar parte de la vida de su hijo, ella se moría de ganas porque, la muchachita de piel oscura ocupara cada espacio vacío de su vida y, sobre todo, de su corazón.

La mujer miró la comida desabrida con muecas de horror, pero se resignó a comer eso. Ya sabía que no tenía otras alternativas, además, sentía que la comida tenía mejor sabor cuando veía a su hijo avanzar, salir poco a poco de ese pozo de oscuridad en el que su padre le había forzado a criarse.

Se acomodó bien en la cama para mirar mejor. Estaban tan juntitos que, de seguro respiraban sobre sus propios alientos tibios y los latidos de sus corazones bailaban al mismo ritmo.

Suspiró enamorada y recordó lo bonito que era el amor a esa edad. También apreció el sabor de la melancolía; el amor que alguna vez había sentido por su exesposo había terminado convirtiéndose en un miedo del que aún no podía deshacerse.

Las puertas se abrieron de par en par y las risas invadieron el lugar.

Mirtha había llegado con globos coloridos, arreglos florales y de galletas para su mejor amiga.

—¡Llegué yo! —gritó feliz y Micaela y Alexander se despertaron de inmediato—. La alegría, por supuesto —se rio Mirtha como siempre.

Todo atisbo de alegría terminó convirtiéndose en sorpresa cuando, en el fondo de la habitación, logró ver a Alex y a Mica durmiendo apretados en un sofá.




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