Alexander se limpió tan rápido como pudo.
No quería regresar y tener que dar explicaciones por su larga ausencia, así que se lavó las manos, se arregló el cabello despeinado y trató de borrar de su rostro la tonta sonrisa que tenía después de tan apasionante manoseo, pero por más que lo intentó, todo le fue inútil.
Micaela se le había metido debajo de la piel y estaba seguro de que ya no había manera de quitársela, aun cuando era poco el tiempo que ella llevaba a su lado y en su vida.
No quería ni imaginar qué ocurriría con él si la mujer seguía tan cercana, invadiendo todo eso que él aun no terminaba de comprender.
Salió marchando apurado del cuarto de baño y se encaminó de la misma forma hasta la habitación en la que su mamá descansaba. Los encontró a todos felices, reunidos alrededor de la cama de su madre y comiendo pastelillos rellenos de crema y fresas.
—Te traje un café —le dijo Micaela en cuanto lo vio aparecer por la puerta y se acercó a él con el vaso humeante en la mano.
Alex se tensó en cuanto la tuvo tan cerca. A través de sus pestañas claras la detalló. Tenía crema en la comisura de los labios y nada le desconcertó más que ello, pero ya no le sobresaltaba lo que ella era o lo que representaba con su color de piel y su cabello ondulado, sino, lo que ella le estaba haciendo sentir.
Se esforzó por mantenerse tranquilo, por no dejar en evidencia lo débil que era ante ella.
Tres pares de ojos lo observaban con curiosidad. Y ya no quería seguir exponiéndose ante ese dúo de mujeres intensas que solo buscaban que sonriera o que se equivocara.
—Gracias —respondió Alex con un murmuro forzado y se alejó cuanto pudo.
Podía sentir las mejillas calientes.
Micaela no se mostró afectada por su frialdad. Ya estaba acostumbrada a ese trato y siguió charlando y jugando con Calvin con espontaneidad.
De reojo, Alex la miró y la estudió de una pasada, todo bajo los azules ojos de su madre, quien, para ese entonces, ya estaba convencida de que los sentimientos y pensamientos de su hijo empezaban a cambiar.
Alexander se recuperó rápido del efecto de Micaela y se plantó junto a su madre, para luego concederle una fingida sonrisa.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó y solo para romper el incómodo silencio.
—Adolorida y un poco incómoda —respondió Giorgia un tanto avergonzada.
—La doctora vendrá pronto —habló Mirtha y luego le miró la entrepierna a Alexander—. Parece que se te olvidó algo… —cuchicheó y se movió su bragueta arriba y abajo en un par de oportunidades para mostrarle que tenía la cremallera abierta.
Alexander se sintió descubierto. Sintió que conocían su secreto. Que se había masturbado vigorosa y ardorosamente pensando en Micaela y se alteró tanto que, terminó vertiendo el café por todos lados, mostrando lo inútil que era cuando se trataba de ella.
—Mierda, mierda… —repitió sintiendo el quemar en su cuerpo.
—Hijo, cuidado… —Giorgia le alertó lo que ya era obvio.
Todos le miraron preocupados y solo Micaela reaccionó rápido. Caminó al cuarto de baño y mojó una de las toallas que encontró en el lugar. Se la llevó apurada y todo para evitar quemaduras; la puso sobre sus manos empapadas en café tras tomar el vaso casi vacío que Alexander seguía sosteniendo con torpeza.
Su piel ya estaba enrojecida por el contacto con el agua caliente.
—Tienes que… —Micaela quiso ayudarlo.
—¡No! —le gritó él con rabia—, no me toques, todo esto es tu culpa —gruñó Alex y caminó avergonzado hasta el cuarto de baño.
Giorgia se sobresaltó al escucharlo gritar y actuar tan violento.
Micaela sintió como la rabia la dominó rápido, también la vergüenza y no dudó en perseguirlo hasta el cuarto de baño, todo bajo la mirada de Mirtha y Giorgia, quienes estaban embobadas por la tensión que se respiraba entre los dos.
—¡¿Mi culpa?! —le preguntó ella y no vaciló en invadir su espacio—. Yo solo te entregué el café —le dijo firme y abrió el grifo de agua para ayudarlo. Mirtha corrió para espiarlos. Le concernía mucho ese cuento de pura tensión sexual—. Yo no te quemé, fuiste tú y…
—Sí… sí, ya sé… —balbuceó Alex con torpeza y dejó las manos quietas cuando la muchacha se las tomó y las acercó al chorro de agua fría—, pero… es tu culpa, todo es tu culpa —repitió entre dientes y cabizbajo.
Micaela se rio y siguió enfriando sus quemaduras. Lo hizo con cuidado, mostrándole que podía cuidarlo, que podía calmar ese ardor que sentía.
—Resulta que ahora todo es mi culpa —le dijo ella mostrándole sin miedo que estaba enfadada—. Los rasguños, tus puños rotos, tus quemaduras. Todo es mi culpa —insistió pesarosa.
—¡Maldición, Micela! —gruñó él y la tomó por la muñeca con fuerza para acercarla a su cuerpo y comérsela a besos de una vez por todas.
Ya no podía seguir así. Se estaba volviendo loco y sentía que ya no había vuelta atrás, pero se encontró con Mirtha de fondo, quien estaba mirando y escuchando con grandes ojos desde la puerta todo lo que hacían.
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Editado: 17.06.2022