Solteros y arrogantes

33. Juego cruel

Alex regresó a la habitación algunos minutos después arrastrando los pies. Por un lado, se sentía miserable por lo que había aceptado hacerle a Micaela, pero, por otro lado, sentía que perder el liderazgo de la agencia lo terminaría de hundir para siempre.

Por alguna estúpida razón que no lograba entender, tenía la desesperada necesidad de complacer a su padre, de escuchar esas tres palabras por las que llevaba mucho esperando y luchando:

Estoy orgulloso, hijo”.

 

Nunca se percató de que Micaela estaba escondida detrás una de las puertas cercanas a él y jamás se enteró de que ella escuchó toda su conversación con Joshua.

Aunque la joven no sabía con quién hablaba Alex, si entendió de qué hablaban. De las denuncias en su contra y de una extraña cita que tendría algún día en el Club Marx al mediodía.

Cuando Micaela lo vio desaparecer por el pasillo, se encaminó hacia el cuarto de baño y actuó como si nada hubiese ocurrido.

En el camino de regreso tomó un vaso con agua desde la recepción y apareció otra vez en la habitación en la que Georgia descansaba, bebiendo agua helada y simulando que todo estaba en orden.

Calvin no dudó en acercarse a ella para enseñarle la bonita tarjeta que juntos habían escrito y regresaron al final del lugar para continuar pintando y hablando de la atractivísima vida de la familia Torres.

Alex estuvo con su madre unos minutos. Hablaron del alta médica y el proceso al que se enfrentarían cuando fuese internada en una clínica de rehabilitación.

Mirtha los acompañó en todo momento. Dio su opinión sobre el tratamiento y estuvo dispuesta a ayudar con los cuidados de Calvin siempre. Alex no pudo participar mucho. Cada dos minutos revisaba la hora en su reloj de muñequera y se apreciaba impaciente y nervioso.

—¿Tienes algo mejor que hacer? —preguntó Mirtha cuando Alex miró por décima vez la hora en su reloj.

Ella iba directo al grano.

Alex le miró con rigurosidad.

—Eso no te incumbe —le respondió Alex con tono cortante.

Mirtha alzó las cejas y le afectó el evidente cambio que Alex mostraba. Hacía algunas horas había sido amable y comprensivo, pero regresaba otra vez a ser el tosco y arrogante hijo de Le Mayer.

—Discúlpeme, señor, no quise meterme en sus asuntos —fastidió Mirtha con sarcasmo.

Georgia se reincorporó en su cama para detenerlos antes de que Alex explotara y regresaran al punto de partida.

—Basta, basta, por favor —les interrumpió Georgia con clara congoja. Desde el fondo del cuarto, Micaela les detallaba con preocupación—. No peleen ahora que por fin hemos logrado avanzar —les dijo a los dos y tomó la mano de Alex para que confiara en ella—. Si tienes que estar en otro lugar, yo lo entenderé y todo estará bien —susurró comprensiva—. Estoy bien acompañada, no me pasará nada.

Alex vio en sus ojos su amabilidad y se sintió terrible. Ni siquiera sabía cómo aceptar o recibir ese amor maternal. Estaba tan acostumbrado a los malos tratos de su padre que, un poco de cariño de madre le sentaba con incomodidad.

—Quiero llevar a Micaela para que coma algo —dijo con seriedad. Mirtha se rio de fondo—. Que descanse y…

—¿Por qué no aceptas que quieres llevarte a Mica para estar a solas con ella? —preguntó Mirtha y le miró divertida.

El buen sentido del humor de Alex había desaparecido. La mujer desconoció esa mirada dura y opaca que arruinaba todo su bonito semblante masculino.

—Está bien, hijo —dijo su madre cuando pudo palpar la tensión que Alex transmitía—, lleve a su novia a comer algo y…

—Mamá, no es mi novia —rugió él y se levantó de la cama con bruteza.

—Está bien —corrigió Giorgia—. A su asistente —completó luego y por obligación.

Alex asintió y, con frialdad, se estiró para darle un beso en la mejilla. De Mirtha se despidió con un simple gesto y se apuró para enfrentarse a Mica y Calvin.

Mirtha y Giorgia se miraron preocupadas. Sabían que algo había ocurrido con esa llamada telefónica misteriosa que había recibido y, no obstante, Mirtha intuyó que se trataba del venenoso Marc Le Mayer, no hizo comentarios al respecto que pudieran afectar el buen humor de su amiga.

Alex caminó hasta el fondo del lugar y, desde la altura detalló a Micaela. Ella le estaba esperando con sus bonitos ojos marrones.

Cuando su miradas se cruzaron, por apenas unos míseros segundos, a Alex le temblaron las piernas y no estuvo seguro si cumpliría con su palabra.

—Levántate —le dijo Alex sin nada de tacto—. Te llevaré a comer algo y después a tu departamento para que descanses —añadió luego y, mezquinamente, la miró.

Micaela estaba furiosa. Tenía el ceño apretado y una mueca de rabia que él pudo interpretar fácil.

Hasta un idiota se hubiera percatado de lo que la muchacha sentía en ese momento.

Micaela actuó como si no lo hubiese escuchado y siguió compartiendo con Calvin, quien no entendió la agresividad de su hermano y, desde el sofá, se quedó mirándolo con temor.




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