Solteros y millonarios

4. El pervertido de los vidrios

Si bien, Brant se quedó de pie y frente a la amplia ventana que componía la oficina de la CEO interina, decidió que no podía seguir allí, a la espera de su regreso, como un maldito cachorrito que estaba dispuesto a seguir todas sus órdenes.

Llevaba mucho sin comer nada, así que no vaciló en dejar Heissman Prothese atrás e internarse en las calurosas calles de la ciudad en la que su padre había pasado los últimos quince años.

Como no estaba seguro si los reporteros continuaban allí, esperando a tener la mejor noticia de su fracasado viaje, abandonó el edificio por la parte trasera, usando las salidas de emergencia para empleados.

Aunque esperó encontrar un aparcamiento para trabajadores y una zona para fumadores, lo que halló fue opuesto a lo que tenía en su imaginación y se paralizó brevemente para analizar el colorido entorno.

Era un jardín, tan verde que, el color le chocó al primer encuentro.

Las áreas verdes eran fascinantes. Estaban envueltas por cristales altos que cubrían el cielo, pero que dejaban admirar su color azul y filtraban los rayos de luz de la manera más armoniosa que él hubiese visto nunca.

Le impactó y no pudo disimular, pero se recuperó rápido, más cuando algunos de los empleados le miraron con grandes ojos, analizando cada una de sus actitudes.

Se metió las manos en los bolsillos y sin saludar caminó entremedio de todos esos espectadores que notaron la rigidez con la que avanzaba.

Los empleados, en su mayoría discapacitados, continuaron comiendo, charlando y disfrutando de los rayos de luz que tocaban sus cuerpos. Algunos lo miraron por encima de sus hombros, pero no le regalaron mayor atención; eran capaces de distinguir como la arrogancia le brotaba de los poros.

Brant dejó el lugar a paso veloz y, si bien, toda su vida había actuado como un déspota que no miraba al lado, mucho menos al prójimo, en ese momento, sí se sintió incómodo.

Se sintió estúpido.

Antes de avanzar, se puso unas gafas oscuras y se cepilló el cabello con los dedos hacia atrás. Avanzó un par de manzanas en búsqueda de algún lugar decente en el que comer.

En un restaurante y través de los cristales creyó verla a ella, a la dueña del ochenta por ciento de su empresa y se detuvo con disimulo para comprobar que, era cierto lo que veía y quitarse de la cabeza la idea de que se estaba volviendo loco.

Respiró apurado cuando la vio comiendo rodeada de hombres mayores. Comía fondue y soplaba para no quemarse. Se agitó tanto cuando le vio el queso derretido escurriéndole por los labios y el mentón que, empañó los vidrios del restaurante con su aliento caliente, llamando la atención de los comensales que podían verlo desde adentro.

Podían verlo a través de los cristales jadear con la boca abierta, causando una pésima impresión. Los camareros se alteraron en cuanto lo vieron y corrieron a llamar a la policía y a los encargados del restaurante.

—¡Un pervertido se está tocando en la ventana! —gritó uno de los camareros.

El más dramático de todos chilló y lo llamó depravado; los comensales se levantaron de sus puestos, espantados al imaginar que, el hombre de cabellera brillante y cobriza se manoseaba mientras los miraba comer. Estaban seguros de que, en poco tiempo, terminaría haciendo otro acto indebido.

Priscilla escuchó el alboroto desde su puesto y se asustó cuando vio a la gente correr a su alrededor. Los directivos de la junta que se hallaban a su lado se alteraron también y se olvidaron de ella cuando se prepararon para escapar, impulsados por el caos del resto de presentes.

Ella se deshizo de la servilleta que tenía sobre su regazo y se acomodó a toda prisa los aguantes en las manos y con el pulso tembloroso. Solo en situaciones así maldecía por no tener una silla más moderna, pero no tuvo tiempo de pensar en eso, solo de avanzar cuidadosamente entremedio de los alterados comensales para lograr escapar.

No tenía ni la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo, solo se estaba dejando llevar por la ola de alboroto, pero todo tuvo más sentido cuando, en las afueras del restaurante, vio a Brant Heissman.

El hombre estaba tan confundido como Priscilla y peleaba con los empleados del restaurante. Todos gritaban y nadie lograba entender ni una sola palabra de lo que decían.

Para su mala suerte, los reporteros con sus cámaras no tardaron en llegar, también la policía. Los uniformados habían recibido un llamado en el que denunciaban a un pervertido que acosaba a los comensales de un famosísimo restaurante de comida suiza.

—¿Brant? —susurró Priscilla y se esforzó por acercarse al centro de la pelea.

Los gritos de Brant se oían por todas partes y, a su alrededor, un cúmulo de gente se había arrimado, todo para ver al elegante señor perder la compostura.

Los camarógrafos encendieron sus cámaras y capturaron el momento perfecto. Lo que veían, valía oro. Esa era la primera vez que pillaban a Brant en una situación así. El hombre resultaba tan perfecto que, en todas las revistas de moda que llenaban con sus imágenes, siempre aparecía posando, con ropa cara, en un yate, en sus aviones privados o rodeado de mujeres sensuales.

—¡¿Pervertido?! —gritó Brant—. ¡Claro que no soy un maldito pervertido! —bramó y se enfrentó a uno de los camareros.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.