Solteros y millonarios

5. La silla perdida

Brant no consiguió relajarse otra vez, no después de entender cómo Priscilla se sentía al tenerlo tan cerca. Trató de controlarse, de mostrarse como ese ser de piedra que siempre era, pero ella, con ese vestido blanco y ese cabello ondulado y salvaje que le caía por el cuello delicadamente, despertaban los pensamientos más impuros que dormitaban en su interior.

—¿Regresamos a Prothese? —preguntó el conductor y los miró a los dos a través del espejo retrovisor.

—¡No! —gritaron los dos al unísono y se miraron brevemente cuando entendieron que estaban pensando igual.

Priscilla fue la primera en romper el contacto visual y se internó en sus pensamientos más agitados. No estaba dispuesta a continuar exponiéndose frente a él. Parecía que se moría de ganas por leerla entera, por descifrar sus misterios y ella tenía miedo de permitirle ir tan lejos.

—Llévanos al Pent-house —exigió él y Priscilla le miró con cólera—. ¿Qué? —preguntó cuando su mirada marrón se intensificó.

—Tienes que pedir por favor —fastidió ella—. Decir por favor no te hará inferior.

—Oh, vamos, ¡claro que sí! —se rio Brant—, no voy a perder mi tiempo diciendo… eso… —expresó con mueca de burla—, y no me pondré a su altura pidiendo “por favor”.

Se mostró ofendido y miró por la ventana, aunque, en el fondo, su aroma a flores le desconcertaba por entero.

—¿Por favor? —preguntó ella y se burló—. Solo son dos palabras, ocho letras.

Brant se rio. Se imaginaba muchas palabras que formar con ocho letras, pero no las más inocentes.

La miró a la cara juguetonamente y, si bien, ella se sonrojó al intuir lo que él se estaba imaginando, de seguro solo cochinerías, se mantuvo firme, fiel a sí misma.  

»No lo puedo creer —reclamó Priscilla y se tensó otra vez en sus piernas—. ¿Acaso no tienes modales? —Le ofreció un desprecio.

Brant se quedó callado y detalló sus muecas de enojo por largo rato.

¿Cómo iba a refutar Brant a ello? La ausencia de sus padres durante su infancia siempre le había jugado en contra y, cuando su madre había regresado para quedarse, ya era tarde. Brant ya no era el niño que ella había dejado en esa cuna de oro, sino, un hombre que se preparaba para entrar a la universidad.

Un hombre que había sido criado en total soledad y de la manera más cruel en la que puede ser educado cualquier ser.

Los empleados que lo cuidaban día a día escasamente le dirigían la palabra y solo se encargaban de cubrir sus necesidades básicas. Si bien, nunca le faltó nada en cuanto a lo material, sí le faltó corrección, una familia y, lo más importante, amor.

Después de que Priscilla se refiriera a su falta de modales, tensión fue lo único que pudieron experimentar durante todo el recorrido, pues Brant analizó su vida pasada y se sumergió en un agrio dolor, el que siempre sentía cuando pensaba en su infancia vacía y solitaria.

El conductor se las ingenió para evitar las camionetas de la prensa, los que parecían desesperados por seguir capturando a Heissman semidesnudo y en el momento más ridículo de su historial, mientras ellos se mantuvieron en silencio, abstraídos en sus pensamientos.

Priscilla cogió su móvil y fingió trabajar, leer y escribir. Fingió en todo momento, porque, por mucho que Brant creyese que ella no era consciente de lo que él le estaba haciendo, ella podía sentir cada roce y cada juego en el que el hombre iba embebido.

Agarraba los bordes de su vestido con la punta de sus dedos y los jalaba con suavidad. También, mantenía una de sus manos en su espalda y la otra sobre su muslo izquierdo, saboreando y de una forma muy diferente, su calor corporal y las vibraciones de su cuerpo.

El hombre movía los dedos con lentitud sobre su muslo y estrujaba su vestido largo con ansía. A ella la recorrían escalofríos cada vez que un roce se acrecentaba por su muslo y subía por su espina dorsal, sus hombros y desembocaba en su nuca.

Sus caricias disimuladas la hicieron olvidar el dolor que sentía. A diferencia de él, quien enfrentaba a diario un dolor emocional, el dolor de Priscilla era físico, las secuelas de su accidente pasado.

Con el paso de los minutos y las caricias discretas, los dos se relajaron y entendieron que podían viajar sin discutir y sin sentir aversión por el otro. 🎁

Ella reposó su cuerpo dolorido sobre su pecho y continuó leyendo las decenas de correos electrónicos laborales que se acumulaban con el paso de las horas, acorde siguió concentrada en sus caricias repetitivas, pero muy placenteras.

Brant nada dijo y la recibió gustoso. Jamás había probado a una mujer con una piel tan opuesta a la suya, pero el contraste que creaban era significativo y no pudo dejar que ese detalle pasara por alto.

Su cabello negro invadió todo su rostro. Se metió por sus labios, nariz e incluso entre su barba color cobre, pero se quedó quieto, contenido entre el sofá del vehículo y su cuerpo frágil.

—Lamento lo de tu silla —murmuró él en su oído.

Ella pudo sentir su aliento tibio y los graves fonemas de su voz en su oreja.

Solo allí entendió que se había recostado encima de él y que había traspasado la línea que los dividía.




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