Solteros y millonarios

6. Víctima y verdugo

La llegada al pent-house fue más tensa todavía. Los reporteros les pisaban los talones y tendrían apenas unos minutos a su favor para escapar y ponerse a salvo en el último piso del edificio, por lo que supieron que debían actuar rápido.

Brant y Priscilla se complicaron cuando tuvieron que descender del coche para refugiarse de la prensa que seguía acosándolos y no supieron cómo hacerlo.

No solo el hecho de no tener silla les enredó, sino, la evidente desnudez de Brant. Solo allí, Priscilla notó que había rozado su cuerpo desnudo por más de media hora y que, había ido sentada en su regazo de manera muy comprometedora.

Su mente trabajó a toda prisa y trató de entender qué había ocurrido. Para ella no era posible que, un hombre que se había presentado con arrogancia, aires de superioridad y sintiéndose el dueño del maldito universo, la hiciera sentir así, tan calma y segura que, le había hecho olvidar todo, incluso su inseguridad, por lo que escasamente pudo opinar sobre lo que estaba ocurriendo.

Lo que sucedía en su interior, era mucho más revelador que cualquier reportero hambriento de primicias jugosas.

Si bien, Manuel se ofreció para ir a por una silla de ruedas hasta la administración del edificio, Brant se negó rotundamente, sorprendiéndolos a los dos.

—Yo puedo cargarla. —Brant dijo severo y evitó la mirada de Priscilla.

Ardería en su puesto y bajo su cuerpo si la miraba y no estaba dispuesto a exponerse ante ella.

Las cosas no funcionaban así en su mundo ficticio. Las mujeres eran las que explotaban cuando lo veían, no al revés.

—Pero ella tiene que… —Manuel quiso refutar, pero la mirada de Brant era tan intimidante que se quedó a la mitad de su oración—. Está bien, sin silla —murmuró y los miró a los dos.

Brant asintió y se movió por el asiento del coche con precisión. Cuando puso un pie en el piso, agarró con fuerza el cuerpo de Priscilla y lo cargó con habilidad.

Ella contuvo un gemido cuando estuvo entre sus brazos y, si bien, le costó trabajo agarrar confianza, terminó cediendo y pasó su mano izquierda por su hombro. La chaquetita que usaba se apretaba en su cuerpo tonificado, pero eso no impidió que sintiera la pulsación de sus músculos bajo su tacto.

Priscilla miró al frente en todo momento y se mantuvo tan rígida como pudo.

Cuando se montaron en el elevador que los llevaría hasta el último piso, Priscilla se vio a través de los cristales y paredes metalizadas y se ruborizó cuando aceptó que se veían muy bien juntos En sus brazos, como una damisela en apuros y apretada contra su pecho, pero extraordinariamente bien. Eran una mezcla muy opuesta, pero que encajaba con sofisticación.

Su respiración se apuró de la nada y ya no pudo actuar como de piedra, además, Brant estaba en ropa interior. Con disimulo miró uno de los espejos traseros y, si bien, tenía su rostro blanco, con esos ojos azules hechizantes ante ella, Priscilla eligió perderse en una vista un poco más picante.

Le miró el trasero marcado en la ropa interior que vestía y se rio para sus adentros cuando detalló el grosor de sus muslos; perfectamente definidos, como le gustaban a ella; los vellos eran el contraste perfecto para ese cuerpo masculino.

Se rascó la cabeza cuando entendió lo que estaba haciendo y se negó a sentir esos espasmos por él, no después de la forma en la que la había tratado.

No iba a permitir que, sus atributos físicos la hicieron caer en una tentación que llevaba mucho sin probar, mucho menos para que luego la desechara como solía hacer con todas las mujeres que frecuentaba.

Priscilla había leído decenas de reportajes de él y conocía sus patrones para con las mujeres.

La verdad era que, lo había conocido en la universidad y, como todas las chiquillas de su clase, se había sentido fuertemente atraída por él. No iba a negarlo, solo era una adolescente de dieciocho años cuando lo había visto por primera vez y sus hormonas le habían jugado una mala pasada.

Jamás compartieron una clase, pero disfrutaba verlo en los pasillos, siempre coqueteando, siendo el alma de todo el alumnado y claro, el alma de toda fiesta.

Priscilla recordó todo con claridad y, no obstante, ya habían transcurrido diez años y ya no era esa adolescente hormonal y muchas cosas habían cambiado en su vida, notó que, con Brant, nada había cambiado.

Lo miró a la cara con curiosidad y se preguntó: «¿Por qué había desaparecido de esa forma tan misteriosa? ¿Por qué había dejado el país sin su padre?»

Como no se pudo aguantar, pues no era de guardarse nada, lo tomó atrevidamente por el cuello y le preguntó:

—¿Por qué dejaste la universidad en el 2003?

Brant se sobresaltó por su pregunta y titubeó incoherencias. No podía responder aquello, pues lo que había ocurrido en el 2003, era algo de lo que tenía prohibido hablar.

Las puertas del elevador les advirtieron que habían llegado y Brant entendió por primera vez la frase: salvado por la campana; descendió del elevador a paso firme, ignorando por completo su cuestionamiento.

El hombre tuvo acceso a su pent-house y una sonrisa gratificante se dibujó en su rostro.




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