Solteros y millonarios

7. Beso caótico

Priscilla acarició su cabello color cobre con cuidado y, de vez en cuando, miró al asistente del hombre, intentando encontrar una respuesta a toda esa ira que afloraba con cada llanto y suspiro, pero nada obtuvo, solo silencio y miradas discretas.

Brant se aferraba de su vestido blanco con los puños y lo estrujaba con rabia. A veces tiritaba y eso preocupaba más a la jovencita que reposaba en esa silla ajena.

A Priscilla no le gustaba escuchar llorar a otros. Ella ya había llorado demasiado tras lo sucedido en su vida y siempre intentaba tranquilizarlos antes de que esos sentimientos de amargura la absorbieran también.

Usaba el humor como vía de escape, también como bálsamo para los dolidos.

—Oye, yo sé que es terrible que digan que soy tu novia, pero podemos desmentirlo públicamente —dijo riéndose, refiriéndose a lo que los programas de moda y espectáculo decían de ellos.

Las imágenes de Brant desnudo y siendo arrestado por la policía local habían quedado hechos añicos cuando los espectadores habían visto al hombre cargando a esa jovencita tan dulcemente entre sus brazos.

Los anunciaban como el nuevo romance ardiente de verano. Un romance que, no solo sacaría del radar de solteras y caza fortunas a ese codiciado alemán, sino que también, cambiaba todo lo que creían saber de él.

Brant adoraba salir con modelos, ojalá anoréxicas y rubias, pero la morena que se movilizaba en una silla de ruedas rompía todos los estereotipos de lo que ellos creían de Brant Heissman, el codiciado y adorado heredero del Grupo Heissman.

Brant la escuchó y, si bien, estaba indiscutiblemente despedazado por lo que acababa de descubrir y aceptar, se carcajeó.

Fue una risa natural, que le brotó desde lo más profundo y, cuando alzó la mirada para detallarla a ella, encontró un poco de paz en su inocente mirada color chocolate.

No podía negar que tenía miedo. Había recorrido el mundo acostándose con mujeres de todas las razas, pero ninguna le había sacudido el suelo de esa forma, tan violenta y pasional que, ni siquiera él podía entender qué demonios significaba, mucho menos que sus pasados estuvieran vinculados de una manera tan infausta.

Acababa de conocerla y ya empezaba a creerse incapaz de mantenerse lejos de ella.

¿Cómo iba a luchar con la verdad y lo que sentía por ella?

Negó con la cabeza y dejó de mirarla. No podía perderse en sus ojos de esa manera tan honda y no sentirse culpable por lo que había hecho. ¡Claro que se sentía culpable! Había pasado los últimos diez años pensando en eso, en el accidente y, desde ese punto, había dejado de beber y consumir drogas.

Mientras más lúcido pudiera mantenerse, mejor resultaban las cosas para él.

Se secó las lágrimas que mojaban sus mejillas y se osó a hablar, aunque le dolía la garganta y el pecho.

—No es eso —dijo él, cabizbajo y con la voz destrozada—. Créeme, Priscilla, sería un honor ser tu novio —reconoció y la miró a los ojos. Ella se ruborizó y no pudo disimularlo—, aunque sea de mentira.

Los dos se rieron más relajados.

—No tienes que mentirme para hacerme sentir mejor —bromeó ella y se rio otra vez—. Yo sé que te avergüenza que te vean conmigo, de verdad que puedo desmentirlo y así…

—Priscilla, no —refutó él y se quedó de rodillas frente a ella, sosteniéndose de los bordes de la silla. Por encima de su hombro miró a su asistente y le dijo—: Déjanos a solas, por favor.

El asistente le miró con grandes ojos.

—Señor, yo no creo que sea conveniente…

—¡Déjanos a solas! —gritó Brant y se levantó agitado del suelo.

Ya no quería vivir así, sintiéndose prisionero, que cada una de sus acciones, palabras y decisiones fueran controladas por alguien que ya no estaba allí, y que nunca había estado allí para él: su padre.

Jadeó agitado y con los puños apretados cuando el asistente asintió y dejó el dormitorio a toda prisa, espantado por la agresividad que el alemán llevaba en las venas.

—Brant, no es justo que lo trates así —murmuró Priscilla.

A ella no le agradaba la forma en que Brant explotaba, mucho menos como trataba al resto. Aun no olvidaba —y de seguro no olvidaría en mucho tiempo— la forma en que la había tratado a ella.

Despectivo, humillante y cruel.

El hombre gruñó y estrujó un poco más sus puños, pero se controló. Inspiró por la nariz con fuerza cuando entendió que, Priscilla no merecía ninguno de sus desprecios ni malos tratos; Priscilla merecía un universo entero para ella y empezaba a vislumbrar porque su padre le había heredado ese ochenta por ciento.

—Lo sé, pero… —Él quiso justificarse, pero no sabía cómo abordar el tema.

«¿Qué se suponía que iba a decirle? En el 2003 dejé el país como un cobarde. Atropellé a una mujer joven. Iba borracho, drogado y en un estado de frenesí que me llevó a cometer el peor error de mi vida. ¡Oh, sorpresa! Esa mujer eras tú, pero ¡doble sorpresa! ¡Estás viva!»

Que desahogo.

No, claro que no. Las cosas no funcionaban así y, claramente, sí le decía la verdad, ella no iba a perdonarlo. No solo la había atropellado, se había dado a la fuga como un cobarde. No le había prestado atención médica y ni siquiera había tenido la decencia de llamar a una ambulancia para que la socorriera.




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