Brant se las ingenió para escapar de la prensa y de la mira de todos esos medios que solo querían escuchar una declaración respecto a su relación con Priscilla Torres, la CEO interina de Prothese.
Se escabulló en un taxi cuando Manuel no apareció por ningún lado y viajó hasta su pent-house en total silencio, pensando en lo ocurrido y las palabras de Priscilla.
Esa era la primera vez que no conseguía llevar a la chica a casa y a su cama, pero, por más que buscaba hallar una sensación de derrota dentro de su pecho, lo único que encontraba cuando revivía los hechos era esperanza.
Las palabras y miradas de Priscilla se repetían entre sus recuerdos de forma repetitiva y divertidas sonrisas se le escapaban de forma natural. No podía controlarse. Priscilla le colmaba de viveza y fuerza.
Si bien, llegó al pent-house con una tonta sonrisa en la cara, su alegría terminó cuando atravesó la puerta de cristal y se encontró de frente con Jones, el abogado que había trabajado largos años para su padre.
Brant rodó los ojos y refunfuñó entre dientes de mala gana. Lo ignoró con esa descortesía que lo caracterizaba y avanzó a su lado con paso firme.
—No tengo ganas de recibirte —dijo Brant con ese sarcasmo que no se podía quitar, ni siquiera con la ilusión de hablar de ella.
Porque, claramente, Jones estaba allí para hablar de ella.
Jones apuró el paso para perseguir a ese corpulento hombre hasta el elevador. Brant era alto e imponente, y él era un simple viejo que cada vez se encorvaba más al caminar.
—Las tengas o no, tendrás que recibirme —indicó Jones y se montó a su lado cuando las puertas del elevador se abrieron ante ellos.
Brant miró al atrevido viejo enano con rabia y presionó el botón que lo llevaría hasta el piso final con mala cara.
—Entonces escupe —bramó furioso y se movió para mirarlo a la cara.
Quería mirarlo a los ojos mientras le confesaba los secretos más pútridos de su padre, pero el abogado negó y se puso un dedo sobre los labios y con lentitud miró las cámaras de seguridad encima de sus cabezas.
Brant apretó el ceño y, durante todo el viaje hasta el piso final, pensó en ese gesto de silencio. Entendió entonces que el accidente de Priscilla no tenía una resolución tan simple, no al menos como él lo creía y empezó a preocuparse por la verdad.
Cuando llegaron al elegante pent-house, Brant marchó apurado hasta la sala y Jones le persiguió del mismo modo.
Si bien, Heissman se sintió tentado a servirse un vaso de tequila o cualquier licor fuerte que le ayudara a calmar los nervios, Jones se interpuso y le arrebató el vaso que había agarrado sin ser consciente de lo que estaba haciendo, del poco control que poseía o la fuerza de voluntad para mantenerse alejado de la bebida.
—Primero deberías comer algo —aconsejó Jones y miró hacia la bonita cocina americana del lugar.
Caminó para abrir el refrigerador y, lo primero que vio fue la fondue con la nota de Priscilla. Continuaba allí, alegrando ese gris espacio. El papel se distinguía lacio por la humedad del refrigerador.
Jones agarró el queso para meterlo al horno eléctrico, pero Brant corrió apurado para detenerlo.
—No, no… —repitió entre dientes y le quitó la fondue de las manos—. No voy a comerlo.
—Pero es una fondue —dijo Jones lo obvio y encendió el horno para precalentarlo.
Brant negó y se aferró al platillo de queso con las dos manos. El abogado le miró con horror. No podía creer que el hombre estuviera guardando algo que, prontamente se llenaría de mohos y fermentaría.
—Yo sé que es una fondue —dijo Brant cabizbajo y muy triste—, pero no puedo comerlo… yo… —titubeó.
El viejo lo miró con congoja y se acercó un par de pasos. Brant retrocedió timorato al tenerlo cerca y le miró con pavor.
—¿Por qué no puedes comerlo? —preguntó Jones con insistencia—. ¿No te gusta? —insistió. Brant negó—. ¿Te da…? —insinuó y se tocó la barriga.
Brant rugió entre dientes.
—¡No, claro que no! —respondió agresivo.
—Brant, hay personas que no toleran el queso y la diarrea…
—¡No me lo quiero comer porque…! —gritó, pero se enmudeció cuando no tuvo el valor de aceptar lo que sentía.
Jones se rio y negó, pero con una paciencia que Brant nunca había conocido.
—No te lo quieres comer porque te lo obsequió Priscilla, ¿verdad? —insinuó firme. Brant quiso negar, pero el anciano no lo dejó—, te recuerda a ella y quieres conservar cada detalle especial —agregó y se acercó para quitarle el queso de las manos—, pero estás equivocado, hijo —musitó y a Brant la piel se le puso de gallina cuando lo llamó como su padre jamás había hecho—. La fondue es un momento —explicó y le quitó la envoltura para luego meterlo al horno—. Priscilla no te regaló comida suiza, te regaló un momento.
Brant arrugó el ceño.
—¿Un momento? —preguntó él.
El corazón se le aceleró al pensar en el queso derretido que le escurría por los labios, el mentón y la forma seductora en que ella se lo comía.