Llegó el día en que Santiago arribó a la hacienda, su vehículo imponente levantando una nube de polvo a su paso. El motor rugía, anunciando su llegada con un estruendo que atrajo la atención de toda la familia Montenegro. Con mucho júbilo, se acercaron a recibirlo, sus rostros iluminados por sonrisas de bienvenida y curiosidad. Santiago, un hombre de porte elegante y presencia dominante, bajó del auto, saludando con una seguridad que irradiaba poder y confianza.
Desde la sombra de un viejo roble, Rodrigo observaba la escena. Sus ojos seguían cada movimiento del recién llegado, cada gesto y cada palabra intercambiada con la familia Montenegro. Con un suspiro pesado, murmuró para sí mismo:
—Por fin llegó el famoso Santiago.
Mientras Santiago era rodeado por los miembros de la familia, las miradas se cruzaban y las sonrisas se compartían, Rodrigo notó algo que los demás parecían pasar por alto. Rosalía, la mujer que había sido el centro de sus sueños y dolores, se mantenía al margen de la algarabía, su expresión distante y sus ojos cargados de una melancolía que solo él parecía percibir.
Rodrigo clavó la mirada en ella, intentando descifrar el enigma de sus sentimientos. A pesar de la aparente felicidad que trataba de mostrar, había una sombra en sus ojos que delataba una lucha interna. Él lo entendía demasiado bien. Rosalía, su ambición puede más que lo que supuestamente sentía por mí, pensó Rodrigo, reflexionando sobre las vueltas que había dado su vida.
La presencia de Santiago, con todo su poder y promesas, parecía haber conquistado no solo la aprobación de la familia Montenegro, sino también la voluntad de Rosalía. Pero para Rodrigo, esa conquista tenía un precio, uno que ahora veía reflejado en la mirada apagada de quien una vez había sido su amada. Rodrigo sabía que detrás de esa aparente victoria, había una pérdida profunda, una renuncia a lo que realmente importaba. Y en ese momento, más que nunca, sintió el peso de la verdad y la fragilidad de los sueños rotos.
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Ana se encontraba de pie frente a la casa que conocía muy bien. Sin dudarlo, tocó el timbre. Le abrió un hombre cuyos años se reflejaban en su rostro.
Gustavo: (Sorprendido) ¡Ana! ¿Eres tú? ¡Cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos! Pasa, no te quedes afuera.
Ana sonrió y entró a la casa. Al caminar por el recibidor, Agustina, la esposa de Gustavo, apareció, sorprendida al ver a Ana con su esposo.
Agustina: (Emocionada) ¡Amiga! (Dijo, abriendo los brazos)
Las dos mujeres se fundieron en un abrazo lleno de alegría y nostalgia.
Agustina: Qué alegría me da verte. ¡Han pasado tantos años!
Ana: (Con una sonrisa) Demasiados, Agustina. He pensado mucho en ustedes.
Gustavo: (Interviniendo) Vamos a sentarnos en la sala. Tenemos mucho de qué ponernos al día.
Los tres se dirigieron a la sala, donde se sentaron en los cómodos sofás. Ana observó con atención el lugar, notando los pequeños cambios que habían ocurrido con el tiempo, pero sintiendo también la calidez de la casa que una vez conoció.
Ana: (Suspirando) Es como volver en el tiempo. Todo parece igual y a la vez tan distinto.
Agustina: Sí, los años pasan rápido. Pero dime, ¿qué ha sido de ti?
Ana: (Sonriendo) Ha sido un viaje largo. Después de dejar la ciudad, me establecí en San Valentín. Crié a Rodrigo allí. Ha sido una vida sencilla, pero llena de amor.
Gustavo: (Asiente) Recuerdo a Rodrigo de pequeño. ¿Cómo está él?
Ana: (Con orgullo) Está bien, trabajando duro. Aunque ahora mismo me preocupa un poco... (Suspira)
Agustina: ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
Ana: (Mirando a Agustina) Es complicado. Se ha acercado mucho a Rosalía, la hija de los patrones de la finca. Tengo miedo de que repita mis errores.
Gustavo: (Con comprensión) Entiendo tus preocupaciones, Ana.
Agustina: (Tomando la mano de Ana) Estamos aquí para apoyarte. No estás sola.
Ana sonrió, agradecida por la calidez y el apoyo de sus viejos amigos. Sabía que, a pesar de las dificultades, con el respaldo de personas como Gustavo y Agustina, podía enfrentar cualquier desafío.
Ana, con la voz cargada de urgencia y emoción, se dirigió a Gustavo y Agustina.
Ana: Necesito su ayuda. Quiero contactar con Esteban. Necesito ayuda para sacar a Rodrigo del pueblo.
Agustina la miró con sorpresa y preocupación.
Agustina: (Con un suspiro) Esteban se casó hace unos años, pero su esposa murió, dejándolo con dos preciosas hijas. Él siempre te amó y te buscó, pero desapareciste y nunca supimos más de ti.
Ana bajó la mirada, con tristeza en sus ojos.
Ana: (Con voz temblorosa) Los padres de Esteban me hicieron la vida imposible. Por eso decidí irme de la ciudad. No quería que él sufriera por mi causa.
Gustavo, sintiendo la profundidad del dolor en las palabras de Ana, tomó una decisión.