Capítulo 17
Por fin, el gran día llegó. La familia Salvatierra, como se apellidaban, arribó al pueblo de San Valentín. Para algunos, era un lugar totalmente nuevo, pero para Rodrigo y su madre, estaba lleno de recuerdos. Los acompañaban Esteban, sus hermanas Julia y Samantha, y Benjamín, el esposo de esta última. Varias camionetas lujosas se vieron llegar al pueblo, dirigiéndose a la nueva hacienda, El Refugio, y pronto se esparció el rumor de que los dueños de la empacadora habían llegado.
El bullicio en las calles aumentó mientras los curiosos se acercaban a observar el desfile de vehículos. Los Salvatierra, visiblemente emocionados, descendieron de las camionetas. Rodrigo respiró hondo, sintiendo el aire fresco y familiar del pueblo que había dejado atrás años antes.
—Mira, madre, aquí estamos otra vez —dijo Rodrigo, con una mezcla de nostalgia y alegría.
—Sí, hijo, y esta vez para quedarnos y hacer la diferencia —respondió Ana, sus ojos brillando con lágrimas de felicidad.
Esteban, siempre el apoyo firme de la familia, ayudaba a las hermanas de Rodrigo a descargar el equipaje. Julia, con ojos curiosos, miraba alrededor, fascinada por el encanto rústico del lugar. Samantha, acariciando su vientre, sonrió a Benjamín, quien le devolvió la mirada con ternura y orgullo.
La noticia de la llegada de la familia Salvatierra corrió como pólvora por el pueblo. Don Diego, trabajando en la empacadora, fue uno de los primeros en enterarse. Con el corazón lleno de expectativa.
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—¡Qué hermosa casa! —dijo Ana al salir de la camioneta, admirando la imponente mansión de la hacienda con su amplio jardín impresionante.
—Así es —dijo Julia, sonriendo—. Es totalmente tuya, madre. Tu sueño hecho realidad.
Frente a ellos se alzaba la majestuosa hacienda, un símbolo de esfuerzo y perseverancia. Ana observó a su hijo con una mirada soñadora y comentó:
—Para que mi felicidad sea completa, solo espero verla llena de nietos.
—Bueno, mami, ya Benjamin y yo estamos en eso —dijo Samantha, acariciando su pequeño vientre donde crecía su hija.
—Ve, madre, mi hermana ya está en camino. Además, nadie sabe si le conseguimos un novio a Julia —dijo Rodrigo, provocando las risas de toda la familia al ver a Julia sonrojarse.
Julia, la más pequeña de la familia con 23 años, miró a su madre y hermanos con una mezcla de vergüenza y alegría. Samantha, la segunda con 25 años, y Rodrigo, el mayor con 30, compartían la felicidad de estar todos juntos en este nuevo capítulo de sus vidas.
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—Madre, ya me enteré —dijo Elizabeth al entrar al restaurante—. ¿Te enteraste de que ya han llegado los dueños de la empacadora? Y al parecer tienen mucho dinero; llegaron en unas camionetas muy lujosas.
—Así es, hija, eso escuché. Se ha regado la noticia por todo el pueblo —respondió Teresa.
—Eso aparenta —dijo Elizabeth con un tono indiferente—. Solo vine a dejar los productos que compré en el mercado. Voy a la escuela a buscar a Diego y vuelvo para ayudarte en el restaurante. Sabes que papá está por llegar a comer.
En el camino a la escuela, Elizabeth se encontraba con varios vecinos, todos hablando sobre la llegada de los Salvatierra. Al llegar, vio a su hijo Diego corriendo hacia ella con una gran sonrisa.
—¡Mami! ¿Sabías que han llegado nuevas personas al pueblo? Dicen que son muy ricos.
—Sí, cariño, lo sé. Vamos, hay que volver al restaurante. El abuelo nos espera para comer.
De regreso al restaurante, Elizabeth trató de concentrarse en su trabajo, pero las conversaciones a su alrededor seguían girando en torno a los Salvatierra. La noticia de su llegada y el impacto potencial de la empacadora en la economía local era el tema del día.
Cuando don Diego llegó al restaurante, la familia se sentó a comer. La charla durante la comida inevitablemente se centró en los recién llegados y las oportunidades que podrían traer consigo. Elizabeth observaba a su padre, sabiendo que él ya tenía un trabajo en la empacadora y que esto podría significar una mejora en la calidad de vida para ellos.
—Papá, ¿cómo te ha ido en la empacadora? —preguntó Elizabeth, tratando de mantener la conversación ligera.
—Muy bien, hija. Parece que están comprometidos con el pueblo. Quieren hacer las cosas bien y eso es bueno para todos nosotros —respondió don Diego con una sonrisa.
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La familia Salvatierra estaba reunida alrededor de la mesa, charlando y riendo mientras compartían anécdotas de sus vivencias en San Valentín. Rodrigo y su madre contaban historias del pasado, recordando momentos que habían marcado sus vidas. La atmósfera era cálida y llena de alegría.
Samantha, con una sonrisa traviesa, se dirigió a Rodrigo:
—Hermano, ¿y tú? ¿No dejaste algún amor en este pueblo?
Rodrigo se detuvo por un momento, pensativo. Negó con la cabeza, pero un vago recuerdo de Elizabeth llegó a su mente. Aquella noche de hace tantos años.