Rodrigo susurró el nombre de Elizabeth, su voz apenas un murmullo en la quietud de la tarde. Ella se quedó paralizada, sus ojos grandes y brillantes fijos en él, mientras el niño jugaba distraído a su lado.
—Necesitamos hablar —dijo Rodrigo, su mirada vagando entre Elizabeth y el niño que reía ajeno a la tensión.
En la sala, la atmósfera era pesada. Rodrigo se volvió hacia Elizabeth, la culpa y el arrepentimiento reflejados en su rostro.
—Lo siento de verdad. Nunca pensé que de esa noche resultaría un embarazo.
Elizabeth lo miró, sus ojos llenos de una mezcla de tristeza y resignación.
—Sí, no medimos las consecuencias de nuestros actos —respondió ella, su voz apenas un susurro.
Rodrigo se acercó, sus palabras llenas de un dolor profundo.
—Me duele mucho, Elizabeth, no haber estado contigo durante todo este tiempo. Me perdí los primeros años de la vida de mi hijo. Es algo que nunca voy a perdonarme.
—Entiendo tu dolor —dijo Elizabeth, su voz más suave ahora—, pero es algo con lo que tenemos que vivir. Ya estás aquí y, según me contó tu madre, vas a quedarte un tiempo en el pueblo por el proyecto de la empacadora.
Rodrigo asintió, su expresión mostrando una mezcla de alivio.
—Sí, es cierto —respondió—. Y también es para poder compartir con mi hijo y recuperar el tiempo perdido.
Rodrigo miró a Elizabeth con los ojos llenos de esperanza y arrepentimiento.
—Me gustaría que me dejaras compartir tiempo con mi hijo. Sé que quizás sea difícil para ti, pero quiero estar presente en su vida.
Elizabeth asintió, sus labios curvándose en una sonrisa triste pero comprensiva.
—Por supuesto que sí, jamás te lo privaría. Además, mi hijo siempre me ha preguntado por su padre y nunca supe qué decirle.
Mientras tanto, en el restaurante, Ana y Teresa esperaban con impaciencia. Sus ojos estaban fijos en la puerta de la casa, esperando ver salir a Rodrigo y Elizabeth. Querían saber de qué habían hablado, ansiaban los detalles que les contaran lo que habían estado esperando descubrir.
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Rodrigo y Elizabeth entraron al restaurante con un semblante tranquilo. Al verlos, Diegito los observó con curiosidad y preguntó:
—¿Quién es este hombre, mamá?
Elizabeth le sonrió y acarició suavemente su cabello.
—Es una persona muy importante —le respondió.
—¿Ah, sí? —preguntó el niño, intrigado.
—Así como lo escuchas, mi amor.
Se sentaron en una mesa, con el niño en el medio. Rodrigo estaba visiblemente nervioso, sus manos temblaban ligeramente mientras trataba de mantener la compostura. Elizabeth tomó aire y continuó:
—Así es, mi amor. Siempre me has preguntado por tu padre, y este hombre que ves aquí es tu papá. Ha vuelto para estar contigo.
Diegito miró a Rodrigo con ojos grandes y llenos de sorpresa.
—¿De verdad eres mi papá?
Rodrigo asintió, luchando por contener las lágrimas.
—Sí, hijo. Soy tu papá, y he venido para recuperar el tiempo perdido y estar contigo.
El niño sonrió tímidamente, mientras Elizabeth observaba la escena con una mezcla de y emoción.
El niño, sin pensarlo, bajó de su silla y corrió hacia Rodrigo, abrazándolo con fuerza. Con lágrimas en los ojos, exclamó:
—¡Por fin tengo un papá!
Rodrigo, también emocionado, lo sostuvo con cariño.
—Sí, mi amor —dijo Rodrigo con la voz quebrada—. Estoy aquí para ti, mi niño.
Elizabeth miraba la escena con lágrimas rodando por sus mejillas, conmovida por el encuentro. Los demás en el restaurante observaban el momento con sonrisas, comprendiendo la profundidad y el significado de ese abrazo. La sala, usualmente ruidosa con el bullicio cotidiano, quedó en silencio, respetando y celebrando el reencuentro de una familia que había esperado demasiado tiempo para estar junta.