Eugenia no parecía nerviosa, pero sus ojos hablaban de noches sin descanso. Se sentó en el sillón frente a Fernando con el cuaderno aún apretado entre las manos. Él la observó con cautela, intentando leer más allá de su rostro. No lo logró. Con ella, todo era distinto.
—¿Desde cuándo sueñas conmigo? —preguntó, sin rodeos.
—Desde hace tres semanas. Al principio eran escenas confusas. Un pasillo largo. Una puerta entreabierta. Y tú... siempre tú, parado del otro lado. No sabía quién eras, hasta que vi tu nombre en un artículo en internet sobre sueños lúcidos. Fue como un eco en mi cabeza. Algo me decía que tenía que encontrarte.
Abrió el cuaderno. Las páginas estaban llenas de anotaciones, dibujos, símbolos. En una de ellas, Fernando reconoció su rostro, dibujado con sorprendente precisión. A su alrededor, sombras informes se alzaban como murallas.
—Esto lo dibujaste antes de conocerme en persona.
—Sí. A veces los sueños se repiten tanto que terminan grabados en mí.
Fernando tomó el cuaderno con delicadeza. Al tocarlo, una oleada de imágenes lo golpeó: un bosque oscuro, la respiración de alguien al otro lado del sueño, y una palabra susurrada una y otra vez: "Conecta".
Cerró los ojos. Su don se activó como una corriente. Pero esta vez no vio un sueño ajeno. Vio el suyo. O algo que parecía suyo, pero compartido. Eugenia estaba ahí, dentro de él.
—Esto no es normal —murmuró, separándose del cuaderno—. Nunca había pasado algo así. Tú y yo... estamos conectados.
Eugenia asintió. Su voz apenas fue un hilo:
—Lo sé. Y hay algo más. Anoche soñé con una niña perdida. Describía una casa abandonada cerca de la estación vieja. Decía que estaba atrapada... y tenía miedo de una sombra que la seguía.
Fernando la miró en silencio. No había duda. Aquello no era sólo un don. Era una llamada.
—Vamos a esa casa —dijo él—. Esta conexión no es casual. Alguien necesita nuestra ayuda.
Y así comenzó todo.