La estación vieja estaba cubierta de polvo y abandono. A pocos metros, tras un cerco oxidado, la casa aparecía tal y como Eugenia la había descrito en su sueño: dos pisos, tejado inclinado, ventanas rotas como ojos vacíos. La madera crujía con el viento, como si el lugar respirara.
—¿Estás segura que es aquí? —preguntó Fernando.
Eugenia asintió, sujetando su cuaderno contra el pecho—. En el sueño, la niña corría por un pasillo con paredes verdes y un papel tapiz rasgado. Había una muñeca rota en la escalera. Todo... era exactamente como esto.
Fernando tragó saliva. Algo dentro de él vibraba. El lugar estaba cargado, como si los sueños hubieran dejado cicatrices en sus paredes.
Empujaron la puerta. El chirrido fue largo y lacerante. Adentro, el aire olía a humedad y madera podrida. Pero lo que más los inquietó fue el silencio: un vacío que parecía devorar el sonido de sus pasos.
—¿Puedes sentirla? —preguntó Eugenia, ya con la respiración alterada.
Fernando cerró los ojos. Su don se activó de inmediato. Una voz infantil rompió la oscuridad de su mente:
"No quiero que me encuentre... la sombra está aquí..."
—Está en el segundo piso —susurró Fernando—. Pero no estamos solos.
Subieron las escaleras con cuidado. Cada escalón parecía rechinar con una advertencia. A mitad de camino, Eugenia se detuvo.
—La muñeca —dijo, señalando un objeto junto a la baranda—. Es la misma del sueño.
Fernando la recogió. Tenía la cabeza torcida y los ojos desiguales. Al tocarla, una imagen lo invadió: una niña de cabello rubio, escondida en un armario, con lágrimas en el rostro. Afuera, una sombra negra recorría el pasillo, arrastrando algo metálico.
—Está atrapada entre el sueño y el recuerdo —explicó Fernando, con la voz tensa—. No puede despertar, no puede descansar.
Al llegar al final del pasillo, encontraron una puerta entreabierta. Dentro, la habitación era pequeña, con paredes verdes desgastadas. En un rincón, una figura encogida: la niña, como en el sueño.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Eugenia, con ternura.
—Sofía —respondió la niña, sin levantar la vista—. Él viene cada noche. Si me ve, me lleva al sótano. Nadie regresa de ahí...
Fernando dio un paso hacia ella, pero el aire se volvió gélido. Las paredes vibraron. Una sombra emergió desde el suelo, alta y desfigurada, sin rostro, sin forma definida, hecha de oscuridad y odio.
—¡Fernando! —gritó Eugenia.
Él cerró los ojos y respiró hondo. Sabía qué hacer.
Extendió la mano hacia la sombra, conectando con su origen. Vio el recuerdo: un hombre que había vivido allí, marcado por la culpa, por lo que hizo a su hija. La sombra no era un espíritu: era la memoria de su horror, atrapada en el eco del sueño de Sofía.
—No eres real —dijo Fernando con firmeza—. Eres miedo. Y el miedo no tiene poder aquí.
La sombra tembló. Eugenia tomó la mano de la niña, y juntas cruzaron la habitación hacia Fernando. Cuando los tres se tocaron, un destello blanco llenó el cuarto, y la sombra se deshizo como humo.
Sofía sonrió. Su figura se desvaneció con suavidad, como si nunca hubiera estado allí.
—Gracias... —susurró, antes de desaparecer.
El silencio volvió. Pero esta vez era distinto. Era paz.
Fernando y Eugenia salieron de la casa tomados de la mano. Sabían que aquello era solo el principio.