La mañana era fría y gris cuando tomaron la carretera hacia Ciudad Vieja. No sabían con certeza si encontrarían a Elías, pero la sensación era clara: alguien los esperaba. No por casualidad, sino porque todo los había llevado hasta allí.
Durante el viaje, Eugenia hojeó su cuaderno en silencio. Cada página era una mezcla de sueños propios y ajenos, visiones oscuras y señales dispersas. Había una figura que se repetía: un hombre de cabello blanco, de espaldas al mar. A veces extendía una mano. A veces desaparecía en las olas.
—Siento que ya nos conoce —murmuró ella—. Como si estuviéramos siguiendo un hilo que él mismo dejó.
Fernando asintió. Su don no dejaba de activarse, incluso despierto. A ratos, los árboles al borde de la carretera se deformaban ante sus ojos. Voces antiguas lo susurraban al oído: "Él abrió la puerta. Él vio lo que duerme. Él pagó el precio."
El hospital psiquiátrico de Ciudad Vieja era un edificio olvidado en el tiempo. Tenía muros agrietados, ventanas tapiadas, y una verja oxidada que apenas sostenía un cartel: Instituto San Alejo. Clausurado en 2005.
Saltaron la verja sin pensarlo. El interior olía a encierro y humedad. En los pasillos, la luz entraba apenas por las rendijas, y cada paso parecía despertar ecos de otro tiempo.
—Busquemos registros, historias, algo que nos hable de Elías —dijo Fernando.
Encontraron la antigua oficina de archivo. Cajones llenos de expedientes. Horas después, entre polvo y telarañas, hallaron una carpeta con el nombre: Elías Gamarra. Paciente 326-B.
Lo que leyeron los dejó paralizados.
> Paciente presenta comportamiento lúcido durante el día, pero entra en trances nocturnos que duran horas. Durante estos estados, ha descrito “viajes entre sueños ajenos”, encuentros con “los ojos del Custos”, y una entidad llamada “la Marea” que lo llama constantemente.
En su último trance, escribió con su propia sangre en la pared: “NO TODOS DESPIERTAN. ALGUNOS CAEN.”
El paciente desapareció durante una tormenta. Se presume fuga. Jamás fue hallado.
—La Marea —murmuró Eugenia—. Es lo que vi en mi sueño. Él está ahí. No desapareció… sólo cruzó.
Fernando bajó el expediente. Al fondo del pasillo, una puerta de hierro chirrió al abrirse sola.
Sin pensarlo, caminaron hacia ella.
Era una antigua sala de aislamiento. En las paredes, inscripciones hechas con uñas y objetos punzantes: palabras, símbolos, fragmentos de oraciones. En el suelo, aún visible pese al tiempo, una espiral pintada con algo oscuro.
Fernando dio un paso dentro. El aire cambió. Todo se volvió más denso. Y entonces, la voz llegó.
"Ustedes lo buscan… y yo los esperaba."
El lugar se deformó. Ya no estaban en el hospital. Estaban sobre un peñasco rodeado de agua negra. Frente a ellos, el hombre de los sueños: Elías. Vivo. Aunque su cuerpo parecía más sombra que carne.
—No deberían estar aquí todavía —dijo, sin moverse—. Pero lo han visto. Han oído el llamado.
—¿Eres Elías? —preguntó Eugenia.
Él asintió con lentitud.
—El Custos los ha marcado. Ahora pertenecen a la Marea. Aún pueden volver… pero si cruzan de nuevo… ya no habrá regreso.
—¿Qué es la Marea? —dijo Fernando—. ¿Y qué quiere el Custos?
Elías alzó la vista. Sus ojos brillaban como los de la figura sin rostro.
—La Marea es el límite entre los mundos. El lugar donde sueñan los que ya no existen, y donde se forjan los futuros de quienes aún no han nacido. El Custos es el guardián del umbral. Pero ya no está solo. Algo más ha despertado. Algo que se alimenta del miedo… y viene tras ustedes.
Eugenia sintió un escalofrío.
—¿Podemos detenerlo?
Elías sonrió, triste.
—No pueden detenerlo. Pero pueden elegir cómo enfrentarlo. Y para eso… deberán entrar aún más profundo.
Un estruendo cortó el cielo del mundo onírico.
Elías se desvaneció. El agua se alzó como una ola. Y de pronto, estaban de nuevo en el hospital, en la sala vacía.
Fernando cayó de rodillas. Eugenia lo sostuvo.
—¿Lo viste? —preguntó él, con voz temblorosa.
—Sí —susurró ella—. Y ahora sé que no estamos solos.