El regreso desde Ciudad Vieja fue silencioso. Ni Fernando ni Eugenia sabían poner en palabras lo que habían vivido. Lo único claro era que el Custos seguía presente… y que la advertencia de Elías era más que un eco lejano: era una cuenta regresiva.
Esa noche, no intentaron dormir. Pero el sueño los encontró igual.
Primero fue Fernando. Sentado en el sillón, parpadeó y de pronto estaba de pie frente a un espejo antiguo, enmarcado en oro sucio. El aire olía a ceniza. A su alrededor, paredes inexistentes: sólo neblina.
Del otro lado del espejo, no estaba su reflejo. Estaba él, pero diferente: con la mirada vacía, los ojos completamente negros, y una sonrisa distorsionada. Su otro yo levantó una mano y la apoyó contra el vidrio.
—Soy lo que podrías ser —dijo su reflejo—. Si dejas de resistirte. Si aceptas el poder sin límites del sueño.
Fernando intentó alejarse, pero no podía moverse.
—Esta es tu prueba —dijo una voz. Era el Custos. Invisible, pero innegable—. ¿Usarás el don para imponer tu verdad… o para comprender el dolor de otros?
El reflejo se quebró. Y de los fragmentos emergieron escenas:
Una mujer llorando sobre la tumba de su hijo. Un anciano olvidado por su familia. Un joven a punto de suicidarse. Personas reales, vidas reales… que sufrían en silencio. Que necesitaban consuelo más que juicio.
Fernando cayó de rodillas.
—No quiero ser poder —susurró—. Quiero ser puente.
Entonces, todo desapareció.
Despertó bañado en sudor. El reloj marcaba las 3:07.
Eugenia aún dormía. O eso parecía.
Pero en realidad, estaba viviendo su propia prueba.
En su sueño, caminaba por un bosque interminable. Cada árbol tenía un rostro: personas que había conocido, que había amado, que había perdido. Al fondo, una niña pequeña lloraba, sentada junto a un pozo.
—¿Quién eres? —preguntó Eugenia, acercándose.
—Soy quien fuiste cuando olvidaste soñar.
La niña la miró. Tenía sus mismos ojos.
—Te diste a los sueños de otros. Pero ¿quién cuida los tuyos?
El bosque comenzó a arder.
Voces acusadoras la envolvieron: “No puedes salvar a todos. Te perderás en ellos. El Custos no protege. Sólo vigila.”
Pero Eugenia no huyó. Abrazó a la niña, al pasado, al miedo. Y en ese instante, el fuego cesó.
Una sola palabra flotó en el aire:
“Equilibrio.”
Despertó con lágrimas en los ojos. Fernando la abrazó sin decir nada.
—Lo pasamos, ¿verdad? —dijo ella, con voz temblorosa.
Fernando asintió.
—Sí. Pero esto fue sólo el comienzo.
En el cuaderno, sin que nadie lo tocara, apareció una nueva frase:
“Han sido vistos. Han sido medidos. Aún no han sido rotos.”