Somnia: Lazos de sueños

Capítulo 10: El sueño del niño de la puerta roja

Los días después de la prueba fueron extrañamente tranquilos. Como si el Custos los hubiera dejado respirar. Pero Fernando sabía que esa calma era un espacio entre tormentas. Su don, ahora más afinado, no solo le mostraba sueños: comenzaba a sentirlos.

Y esa noche, lo sintió.

Una presencia lo jaló en mitad del silencio. No fue un sueño accidental, ni una visión espontánea. Fue un llamado.

La imagen era clara: una puerta roja, en medio de un pasillo blanco interminable. Frente a ella, un niño de unos ocho años, en pijama, temblando de miedo. Golpeaba la puerta con desesperación, pero no se atrevía a entrar.

Fernando despertó sin aliento.

—Hay un niño atrapado —le dijo a Eugenia—. Y detrás de esa puerta… hay algo. Algo que no debería estar en su mente.

Esa misma mañana investigaron. Preguntaron en redes, foros de padres con hijos que sufrían de pesadillas intensas. Eugenia publicó una nota anónima: "¿Conoce a un niño que describe una puerta roja en sus sueños?"

Tres horas después, una mujer les escribió por privado. Su hijo, Mateo, hablaba todas las noches de esa puerta. Decía que si entraba, algo lo devoraría.

Les rogó ayuda.

Esa noche, Fernando y Eugenia se prepararon. No sabían qué encontrarían, pero iban con un propósito: entrar en el sueño del niño y traerlo de vuelta.

Se conectaron al sueño mediante un antiguo método que Fernando recordaba de sus estudios: la sincronía onírica. Un objeto del niño (un dibujo), un sonido que repitiera antes de dormir (una canción de cuna), y un punto de enlace: el cuaderno de Eugenia.

El acceso fue brutal.

De pronto estaban en el pasillo blanco. El niño frente a la puerta, llorando.

—¿Mateo? —dijo Eugenia, arrodillándose a su lado—. Estamos aquí para ayudarte.

Él los miró, sorprendido.

—¿Ustedes también tienen miedo?

—Sí —dijo Fernando—. Pero por eso mismo, podemos cruzar contigo.

La puerta roja tembló. Desde dentro, se oían gritos. Algo golpeaba con fuerza, tratando de salir.

—Lo que hay ahí… me dice cosas —susurró Mateo—. Que soy malo. Que todos me odian. Que mi mamá no me quiere.

Fernando sintió un nudo en el pecho. Eso no era solo un miedo: era una presencia. Un parásito onírico, una entidad que se alimentaba del trauma emocional infantil.

—No lo escuches —dijo Eugenia—. Eres amado, Mateo. Esto no es tu culpa.

El niño dudó. Entonces, tomó sus manos. Y la puerta se abrió.

El mundo cambió al instante.

Un cuarto oscuro, con paredes que se contraían como si respiraran. En el centro, una figura grotesca: una mezcla de sombra, gritos y ojos que giraban. Hablaba sin boca, con una voz de metal oxidado:

"Se alimenta de su culpa. Su dolor me fortalece. No lo devolveré."

Fernando se adelantó. Sus pies se hundían en un suelo que parecía barro hecho de recuerdos rotos.

—¡No es tuyo! —gritó.

La entidad se abalanzó. Eugenia gritó el nombre del niño y una luz surgió del cuaderno. Las palabras que Mateo había escrito en sus dibujos —"mamá", "jugar", "quiero ser valiente"— se encendieron como fuego puro.

La criatura chilló. Se replegó. Mateo dio un paso adelante… y gritó:

—¡Ya no te creo!

Y con eso, la sombra explotó en una lluvia negra. Todo desapareció.

Despertaron.

Mateo dormía tranquilo en su cama. Su madre lloraba, abrazándolo.

Fernando y Eugenia se miraron, agotados pero en paz.

—Hay más como él, ¿verdad? —preguntó ella.

—Muchos —respondió Fernando—. Y ahora que hemos cruzado la puerta… ellos nos encontrarán.




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