Era una tarde nublada cuando recibieron el mensaje. Una joven llamada Lara les escribió con urgencia: su novio, Julián, había caído en un estado de sueño profundo desde hacía tres días. Los médicos no encontraban causa alguna. Pero lo más extraño era lo que Lara contaba: cada noche, escuchaba a Julián murmurar palabras en un idioma que jamás había escuchado… y llorar dormido.
Fernando y Eugenia no dudaron. Al llegar al pequeño departamento donde Lara los esperaba, sintieron de inmediato una presión en el ambiente. Julián yacía en cama, inmóvil. Su rostro estaba contraído por el sufrimiento. Cada tanto, gemía con un dolor que no parecía físico.
—¿Él ha tenido algún trauma reciente? —preguntó Eugenia.
Lara dudó, luego asintió.
—Perdió a su madre hace seis meses. Pero no habla de eso. Sólo… se encerró. Yo creí que estaba lidiando a su manera. Ahora ya no sé si puedo alcanzarlo.
Fernando la miró con suavidad.
—A veces, el dolor nos aísla incluso de los que más amamos. Pero tal vez podamos encontrarlo donde se ha perdido.
Esa noche, entraron al sueño de Julián.
Lo que vieron los estremeció.
Julián estaba de pie en medio de una ciudad vacía. Todos los edificios eran grises, sin puertas ni ventanas. Caminaba sin rumbo, solo, como un exiliado de su propia vida. Y sobre él, un cielo sin estrellas.
—Está atrapado en su propio duelo —susurró Eugenia—. Ha creado este mundo para no sentir nada.
Intentaron hablarle. Pero Julián no los oía. No podía. Su conciencia estaba enterrada bajo capas de negación.
Y entonces, la ciudad cambió. Comenzó a desmoronarse. Edificios cayendo, polvo en el aire. Julián corrió… y desapareció entre los escombros.
—¡Julián! —gritó Eugenia.
Fernando intentó seguirlo, pero una pared se derrumbó a su paso. Eugenia gritó su nombre, desesperada. Y en ese instante, el mundo onírico se volvió hostil.
Todo era inestabilidad, ruido, colapso.
—¡Tenemos que salir! —dijo Fernando—. ¡Este sueño se está colapsando sobre sí mismo!
Pero Eugenia no se movió.
—No. No sin él.
Fernando la tomó del brazo.
—¡No puedes salvar a todos! ¡No si te pierdes en el intento!
—¿Y tú no harías lo mismo por mí?
La pregunta lo atravesó.
Ella lo miró con los ojos llenos de decisión y miedo.
—Si un día me encierro en un sueño de dolor, ¿me buscarías? ¿O me dejarías ir por “seguridad”?
Fernando cerró los ojos. Sabía la respuesta. La sabía desde que la besó por primera vez.
—Buscaría hasta el último rincón de la noche por ti —susurró.
Juntos, regresaron al centro de la ciudad. Encontraron a Julián, acurrucado en un rincón de polvo. Fernando se quedó atrás. Eugenia se arrodilló ante él.
—No tienes que estar solo aquí —le dijo—. El dolor no desaparece, pero no tiene por qué definirte.
Le ofreció la mano. Julián, lentamente, la tomó.
Y todo se desvaneció.
Despertaron. Julián abrió los ojos por primera vez en días. Lloró. Y Lara lo abrazó como si fuera el principio del mundo.
Fernando y Eugenia salieron en silencio. En la calle, bajo la lluvia tenue, se miraron.
—No quiero perderte ahí dentro —dijo Fernando.
—Entonces no me sueltes aquí afuera —respondió Eugenia.
Y con ese pacto sin palabras, siguieron caminando. Sabían que el amor también podía ser una puerta. Y que había que decidir cada día no cerrarla.