Somnia: Lazos de sueños

Capítulo 13: Donde el silencio descansa

Después del caso de Julián, ambos lo supieron sin hablarlo: necesitaban detenerse. No porque ya no quisieran ayudar, sino porque estaban empezando a olvidarse de ellos mismos entre tanto dolor ajeno.

Fernando propuso algo simple.

—Vamos lejos. Sin cuaderno. Sin sueños prestados. Sólo nosotros.

Eligieron una cabaña en el bosque, sin señal, sin relojes. Solo el viento, los árboles, y el crujido de la madera viva.

La primera noche no soñaron.

O si lo hicieron, no lo recordaron.

Solo durmieron juntos, por primera vez sin miedo a lo que encontrarían al cerrar los ojos. El mundo onírico, por una vez, los dejó estar.

A la mañana siguiente, desayunaron en silencio. No el silencio de la incomodidad, sino el de quienes ya no necesitan llenar los espacios con palabras.

Eugenia observaba por la ventana el reflejo del lago.

—Antes de ti —dijo—, siempre pensé que yo era la que cuidaba. La fuerte. La que debía sostener.

Fernando la miró. No respondió. Solo se acercó y le acarició el cabello, con calma.

—Conmigo puedes caerte —susurró—. No voy a soltarte.

Ella se apoyó en su pecho.

—Me da miedo amar así. Como si el amor también fuera un abismo.

Fernando sonrió.

—Lo es. Pero es el único desde donde vale la pena saltar.

Pasaron los días leyendo, cocinando, abrazándose. Riéndose de tonterías, bailando sin música, bañándose en el lago como niños que descubren el mundo por primera vez.

Una noche, mientras el fuego crepitaba, Eugenia lo miró largo rato.

—¿Y si el Custos nunca nos deja en paz? ¿Y si esto… esto que somos… está condenado desde el principio?

Fernando se acercó, tomó su rostro entre las manos.

—Entonces que lo esté. Pero tú y yo vamos a escribir cada línea del destino que intenten imponernos.

La besó. Y esa vez, no fue un beso de consuelo ni de promesa. Fue uno de presente. Uno que decía: "Aquí estoy. Aquí estás. Lo demás puede esperar."

Esa noche soñaron juntos de nuevo.

Pero esta vez, no hubo presencias. No hubo puertas.

Solo una casa al borde de un acantilado, el mar al fondo, y dos tazas humeantes sobre la mesa. Un perro dormía a sus pies. Y un cuaderno en blanco… esperando a ser escrito, no por el destino, sino por ellos.




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