Somnia: Lazos de sueños

Capítulo 14: La voz de la niña en la niebla

La tranquilidad del bosque fue breve. En cuanto regresaron a casa, algo cambió. Eugenia lo sintió primero.

No fue una pesadilla.

Fue un susurro.

Esa noche, mientras dormía, soñó que caminaba por un campo cubierto de niebla. El mundo estaba en silencio, salvo por una voz lejana que repetía su nombre.

—Eugenia… Eu… ge… nia…

Giró sobre sí misma, buscando. No había nadie.

Hasta que la vio: una niña de unos cinco años, de cabello oscuro y ojos idénticos a los suyos. Sentada en el borde de un columpio oxidado, la miraba sin expresión.

—¿Quién eres? —preguntó Eugenia.

La niña ladeó la cabeza.

—¿Por qué me dejaste sola?

Eugenia despertó con el corazón latiendo fuerte. Tenía la cara húmeda, como si hubiera llorado dormida. Fernando la abrazó.

—¿Qué pasó?

Ella no respondió. Solo murmuró:

—Era yo. De niña.

Durante los días siguientes, el sueño volvió una y otra vez. Y siempre con la misma escena: la niña, el columpio, y esa pregunta que partía el alma.
Hasta que una noche, la niña dijo algo distinto:

—Yo sé dónde está papá.

Eugenia se quedó helada. Aquello no era una simple proyección onírica. Era un mensaje.

Cuando era niña, su padre había desaparecido. Se decía que los había abandonado. Que no soportó la carga de la enfermedad de su madre. Pero Eugenia nunca creyó esa versión.

Y ahora, su propio subconsciente —o algo más profundo— la guiaba hacia una verdad olvidada.

Fernando decidió ayudarla a entrar más profundo.

—Esta vez tú no entrarás en el sueño de otro. Vamos a entrar al tuyo. Juntos.

Utilizaron el cuaderno, esta vez con la escritura invertida: en vez de registrar sueños de otros, lo usarían para penetrar los recuerdos más enterrados de Eugenia.

La transición fue extraña.

El campo apareció de nuevo. Pero ahora estaba más claro. Podían ver una casa al fondo. Y la niña estaba de pie junto a la puerta.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Fernando.

La niña miró a Eugenia.

—Lo que olvidaste. Lo que no quisiste ver.

Eugenia temblaba. Fernando la sostuvo. Y juntos cruzaron la puerta.

Dentro había una cocina pequeña, un reloj roto en la pared, y un hombre joven preparando café. Tenía el rostro cansado… y ojos iguales a los de Eugenia.

—Papá… —susurró.

La escena cambió: lo vieron llorando en silencio, al lado de la cama de una mujer pálida. Luego, empacando una mochila. Luego, dejando una carta… que nunca llegó.

—No huyó por cobardía —dijo Eugenia—. Huyó porque pensó que nos arrastraría a su caída.

La niña se acercó a ella. Ahora no parecía solo un fragmento de pasado, sino una guía, una manifestación de su yo más profundo.

—Ya no estoy sola. Porque tú volviste por mí.

Eugenia cayó de rodillas y abrazó a su niña interior. Y en ese abrazo, algo dentro de ella sanó.

Despertaron. Fernando la abrazó con fuerza. Ella lloraba en silencio.

—No sé si podré perdonarlo —dijo—. Pero al menos ya no me siento vacía.

—Eso ya es un comienzo —respondió él.

Y esa noche, Eugenia soñó de nuevo.

La niña se columpiaba en paz, y desde lejos, el sonido de una carta siendo entregada al fin.




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