A la mañana siguiente, Fernando despertó con el corazón aún golpeando como un tambor. El sueño con Daniel ya no era una pesadilla vaga, sino un llamado directo. Una memoria reclamando justicia. O redención.
—Necesito volver al lugar donde pasó todo —dijo mientras Eugenia preparaba café.
Ella lo miró con una mezcla de preocupación y determinación.
—¿Dónde?
—Al pueblo donde crecí. Al río donde… ocurrió.
Tomaron carretera esa misma tarde, rumbo a El Paraíso, un pequeño pueblo de casas dispersas y árboles viejos, donde Fernando no había vuelto desde su adolescencia. Lo recibió el mismo aire denso, el mismo crujido de la grava bajo los pies. Y el silencio. Ese silencio de pueblo que a veces dice más que mil palabras.
La casa de su infancia seguía en pie, aunque abandonada. Las ventanas rotas, las paredes desgastadas. Fernando se quedó largo rato en la entrada, sin animarse a cruzar.
—¿Quieres que entre contigo? —preguntó Eugenia.
—Sí. Ya no quiero recordar esto solo.
Dentro, el polvo era dueño de todo. Pero en la vieja habitación del fondo, aún estaba la cama donde dormían él y Daniel. En la pared, medio oculto, sobrevivía un dibujo infantil: dos niños de la mano frente a un sol gigante.
—Él era el valiente —susurró Fernando—. Yo era el que se asustaba fácil.
Se sentaron en el suelo. Fernando cerró los ojos y comenzó a hablar:
—El día que murió… no me acuerdo bien. Recuerdo que discutimos. Algo tonto. Una carrera en bicicleta. Él me empujó. Yo lo empujé de vuelta. Él cayó por la pendiente. El río lo arrastró.
—¿Y nunca apareció el cuerpo?
—No. Mi madre se volvió loca buscándolo. Y yo… nunca conté que habíamos peleado. Dije que lo perdí de vista.
Eugenia tomó su mano.
—Entonces iremos más allá de tu recuerdo. Veremos qué hay detrás del olvido.
Decidieron visitar al único que podría saber algo más: don Horacio, el antiguo cuidador del río, que ahora vivía a las afueras del pueblo. Un hombre viejo, de ojos inquietos y memoria aún despierta.
—¿Daniel? —preguntó Horacio al ver a Fernando—. Claro que me acuerdo. El niño desaparecido.
—¿Usted estuvo ese día en el río?
El anciano asintió con lentitud.
—Yo vi a alguien más, después del accidente. Una figura… no sé si era un hombre, o un chico mayor. Estaba en la orilla. Y cuando me acerqué, desapareció.
Fernando frunció el ceño.
—¿Nunca lo dijo?
—¿A quién le iba a importar? Ya había una historia oficial. Y nadie quiere más fantasmas de los que puede cargar.
Salieron de la casa con el aire más denso que nunca.
—Si había alguien más —dijo Eugenia—, entonces esto no fue un simple accidente.
Fernando asintió. Sus recuerdos empezaban a cambiar de forma. Lo que creía saber ya no era certeza.
Esa noche, mientras dormían en una posada del pueblo, Eugenia tuvo un nuevo sueño.
El niño Daniel estaba de pie en el agua, ileso, mirándola con calma. Y detrás de él, una figura encapuchada lo observaba desde la orilla.
—Él aún está aquí —dijo Daniel—. Y Fernando necesita recordarlo todo.
Eugenia despertó con un escalofrío.
La puerta que habían entreabierto estaba a punto de abrirse del todo.