Capítulo 18: El hombre que no sueña
Apenas unas noches después de la visión del Ciego, Fernando comenzó a tener dificultades para dormir. No pesadillas, no visiones… simplemente, nada.
Un vacío.
—No sueño —le dijo a Eugenia una madrugada—. Es como si me apagaran.
Eugenia, en cambio, había recibido un mensaje.
A través del cuaderno, una nueva historia emergía, escrita con una letra temblorosa:
“No sé quién soy. Despierto en lugares que no recuerdo. Me llaman por nombres distintos. Pero hay algo que me sigue, algo que me susurra mientras todos duermen. Ayuda.”
La firma: “Julián / Tomás / Mario”.
—Tres nombres para una misma persona —murmuró Eugenia.
—¿Trastorno de identidad?
—O algo más.
Decidieron ir al lugar desde donde fue enviado el mensaje: una pequeña institución psiquiátrica en las afueras de San Lucas. Allí conocieron a Julián, un hombre de unos treinta años, delgado, con una mirada ausente.
El director del centro explicó:
—Lo trajeron hace unos meses. Lo encontraron caminando desnudo por la autopista, repitiendo frases sin sentido. Ha cambiado de identidad varias veces, pero todos los exámenes dicen lo mismo: está perfectamente sano. Solo… dividido.
Fernando y Eugenia pidieron permiso para hablar con él.
Julián los observó fijamente.
—¿Ustedes también vienen de mis sueños?
—No —dijo Fernando—. Venimos para ayudarte a entenderlos.
El hombre negó con la cabeza.
—Pero yo no sueño. Ellos sueñan por mí.
—¿Ellos?
Julián bajó la voz.
—Las voces. Son distintas. A veces son niños, a veces ancianos. A veces… ni siquiera hablan como humanos.
Eugenia se estremeció.
—¿Y qué te dicen?
—Que yo soy un eco. Que fui elegido para contenerlos.
Esa noche, Eugenia insistió en inducir un vínculo. Quería ver qué pasaba dentro de la mente de Julián. Fernando la acompañó, aunque aún sentía la sombra de Daniel en su interior.
Entraron juntos al sueño. Pero no era un sueño normal.
Era un espacio fragmentado. Como un gran teatro con cortinas distintas que ocultaban mundos separados. Al abrir una de ellas, vieron a Julián siendo un niño, perseguido por figuras hechas de humo. En otra, lo vieron vestido de sacerdote, encerrado en una iglesia ardiendo. Y en la última… estaba de pie frente a un trono vacío, rodeado de voces que gritaban al unísono:
—¡El recipiente no debe recordar!
—¡El Custos lo usa!
—¡Silencio!
Fernando y Eugenia fueron expulsados del sueño con violencia.
Despertaron jadeando, con sangre en la nariz.
—Esto no es solo una crisis de identidad —dijo Fernando—. Este hombre es un canal. Una especie de antena.
—¿Y si el Custos lo está usando para almacenar conciencias rotas? —añadió Eugenia.
La idea era aterradora.
Durante los días siguientes, investigaron archivos médicos, historias similares, registros olvidados. Encontraron algo: en los últimos veinte años, al menos cinco casos parecidos habían sido silenciados por “instituciones especializadas”.
Todos murieron de causas misteriosas.
Todos antes de cumplir treinta y tres años.
Y Julián acababa de cumplirlos hacía una semana.
—Tenemos que salvarlo —dijo Eugenia—. No solo por él. Tal vez él tiene una parte de Daniel. O de otros como él.
Fernando la miró, firme.
—Entonces vamos a abrir todas esas cortinas. Una por una.
Y así, una nueva misión comenzó.
Una que los llevaría al límite de sus capacidades… y que podría traer de vuelta más de un alma perdida.