Intentaron retomar la calma, volver a lo cotidiano dentro de lo extraordinario. Sabían que la puerta no se abriría hasta que llegara el momento. Mientras tanto, decidieron seguir haciendo lo que los había unido: ayudar a otros.
Fue entonces cuando llegó un mensaje urgente desde un pequeño pueblo en las montañas, llamado San Elías del Monte. Un médico local les escribió con desesperación:
“Hay una casa en el bosque donde cuatro personas han caído en un estado de sueño profundo. No hay causas físicas, y nadie ha podido despertarlos. Pero lo extraño es esto: todos soñaban lo mismo… antes de dormir para no despertar.”
Fernando y Eugenia no dudaron en viajar.
Al llegar, el aire del pueblo estaba denso, cargado de miedo silencioso. Los lugareños evitaban hablar de la casa, pero los guiaron con miradas nerviosas hasta una cabaña apartada entre árboles viejos, donde el musgo cubría hasta las ventanas.
Adentro, cuatro personas —tres adultos y un niño— yacían dormidos en camas improvisadas, respirando de forma regular, con los ojos moviéndose bajo los párpados como si corrieran en sus sueños.
Fernando se acercó al niño.
—¿Cuánto tiempo llevan así?
—Tres días exactos —respondió el médico—. Comenzaron a hablar de un “bosque dentro del bosque”, un lugar donde “las horas se congelan”. Luego cayeron dormidos, uno tras otro.
Eugenia observó las paredes.
—Hay símbolos dibujados… iguales a los que vimos en el libro de Fray Ambrosio.
Fernando asintió, sintiendo que el Umbral no estaba tan lejos, incluso allí.
Esa noche, decidieron dormir dentro de la casa, junto a los durmientes. Eugenia indujo el vínculo con ellos, esperando acceder al sueño común.
Y lo lograron.
Entraron a un bosque diferente. Los árboles se extendían hasta el cielo, pero no daban sombra. Todo parecía detenido en un atardecer eterno. Allí, los cuatro soñadores caminaban en círculos, atrapados, sus rostros desencajados por el cansancio.
—No saben que están dormidos —dijo Eugenia—. Este sueño los retiene… o algo dentro de él.
Una figura los observaba desde lo alto de un árbol. No se movía. No hablaba. Pero tenía un rostro conocido: la mujer sin rostro que Eugenia había visto años atrás, en una de sus pesadillas infantiles.
—No es una presencia nueva —susurró Eugenia—. Es de mi pasado.
La mujer extendió una mano, señalándolos. Entonces, el bosque tembló, y raíces comenzaron a envolver a los cuatro soñadores como si intentaran absorberlos.
Fernando se adelantó, empuñando una llama mental que iluminó el entorno. Las raíces retrocedieron. Eugenia, guiada por la intuición, se acercó a la figura del árbol y la tocó.
Y entonces, los árboles desaparecieron.
Todo quedó en blanco.
Los cuatro soñadores despertaron al instante.
Fernando y Eugenia lo hicieron segundos después, jadeando.
El niño lloraba. Una de las mujeres repetía un nombre: “Lucinda… Lucinda…”
Fernando, todavía mareado, anotó esa palabra.
—Este no fue un caso aislado —dijo—. Fue una advertencia.
Eugenia lo miró.
—¿Crees que el Custos nos esté probando incluso fuera del umbral?
Fernando asintió.
—Y quizás estas señales… ya comenzaron.