Somnia: Lazos de sueños

Capítulo 23: El eco de los símbolos

Pocos días después de dejar San Elías del Monte, Fernando recibió una carta sin remitente. Estaba escrita con tinta azul en un papel envejecido. No tenía introducción, solo una frase:

“Lucinda murió en su sueño… pero sigue caminando en los de otros. Venid al Hospicio de Santa Radegunda. Preguntad por la sala de los ojos cerrados.”

Eugenia la leyó en voz alta.

—¿Hospicio? ¿Qué es eso?

Fernando cerró los ojos un momento.

—Es un antiguo sanatorio mental, clausurado hace años. Lo recuerdo de mis investigaciones sobre casos de sueños colectivos. Nunca resolvieron por qué tantos pacientes allí hablaban de la misma mujer.

—¿Lucinda?

Fernando asintió.

Empacaron de inmediato y viajaron hasta las ruinas del hospicio, ubicado en las afueras de una ciudad costera. El edificio estaba semioculto por vegetación. Tenía la estructura de una capilla antigua, con pasillos largos y vitrales rotos.

Mientras exploraban, llegaron a una sala sin puerta, donde había camas metálicas oxidadas y en las paredes, decenas de símbolos tallados con fuerza… los mismos que rodeaban al Ojo Dormido en los sueños.

—Es la sala —dijo Eugenia con un estremecimiento—. La de los ojos cerrados.

Allí encontraron registros antiguos, mojados, pero legibles. Varios pacientes anotaban sueños recurrentes con una mujer que los observaba desde una colina, siempre de espaldas. Y en cada página, aparecía escrito a mano un mismo verso:

“La que nunca despertó lleva la llave,
la que sueña de pie ante la sangre de nadie.”

Entre los nombres de los pacientes, uno llamó la atención: Lucinda Herrera. Internada a los diecisiete años, entró en coma tras un brote de sonambulismo. Nunca despertó. Su cuerpo desapareció misteriosamente meses después.

—¿Y si ella no murió? —murmuró Eugenia—. ¿Y si se convirtió en algo más… como Julián, pero al revés? ¿Un alma sin cuerpo, atrapada en el tejido de los sueños?

Mientras recorrían el lugar, encontraron una caja bajo el suelo podrido de una celda olvidada. Dentro, un cuaderno cubierto de símbolos. Uno de ellos era nuevo: una variante del Ojo Dormido, pero con el ojo completamente abierto.

—¿Un símbolo contrario? —dijo Fernando—. Tal vez representa el despertar total… o el desvelo eterno.

En ese momento, una corriente helada recorrió el pasillo.

Ambos se giraron.

Una figura cruzó la sala en silencio. No caminaba: flotaba. Su cabello era largo y oscuro, su cuerpo, apenas sombra.

Eugenia se adelantó.

—Lucinda…

Pero al pronunciar su nombre, la figura se desvaneció.

Y en su lugar, un murmullo recorrió las paredes:

“Ella no quiere ser despertada. Pero sí… recordada.”

Fernando apretó el cuaderno en su mano.

—Este caso no terminó. Solo nos mostró el mapa.

Y por primera vez, no se trataba de salvar a alguien.

Era una búsqueda. Una conexión. Una pieza perdida de un rompecabezas más antiguo que ellos.




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