Tras su encuentro en el hospicio, Fernando y Eugenia supieron que entrar en el sueño de Lucinda sería como cruzar un puente en la niebla: sin saber si había suelo del otro lado. Decidieron retroceder unos pasos antes de avanzar.
Comenzaron por rastrear a la familia Herrera. No fue fácil. Muchos archivos estaban incompletos o “extraviados”, como si alguien hubiera querido borrar la historia de Lucinda. Pero Eugenia encontró algo: un antiguo periódico de 1976, con un titular pequeño en la sección local:
“Adolescente entra en coma tras ‘soñar despierta’ en iglesia abandonada.”
La nota hablaba de una joven de diecisiete años, hija única de madre soltera. La iglesia en cuestión había sido demolida, pero quedaba una fotografía borrosa: un vitral con el mismo símbolo del Ojo Abierto tallado en piedra.
—¿Y si el símbolo no es de ella… sino que ella fue marcada por él, como tú, Fernando?
Buscaron en la hemeroteca de la ciudad, y pronto hallaron algo escalofriante: otras tres personas en la década del setenta fueron hospitalizadas con síntomas similares a Lucinda. Dos murieron. Uno desapareció. Todos vivían en el mismo barrio.
Fernando encontró una dirección. Era una antigua casa de madera, semi derruida, ahora ocupada por un hombre mayor: don Marcelo, quien había sido vecino de la familia Herrera.
—Lucinda… —murmuró el anciano al oír el nombre—. Esa niña veía cosas. Hablaba de puertas que se abrían en el aire… de ojos que miraban desde los muros. Su madre le tenía miedo. Decía que no dormía desde que nació.
Eugenia se estremeció.
—¿Y su madre? ¿Dónde está?
—Murió sola —respondió Marcelo—. Pero antes de eso, mandó quemar todas las pertenencias de la niña. Salvo una caja. Dijo que nadie debía abrirla… pero tampoco destruirla.
Marcelo sacó una caja de madera del fondo de un armario. Estaba cubierta de símbolos y cerrada con un broche oxidado. Fernando la abrió con cuidado.
Dentro había una muñeca de trapo, un diario, y una carta.
El diario de Lucinda era perturbador: relatos de sueños donde caminaba por pasillos llenos de relojes sin manecillas, o escuchaba a personas llorar en lenguas desconocidas. Hablaba de una figura que la seguía desde pequeña: una mujer sin rostro que a veces la guiaba… y a veces la obligaba a mirar lo que no quería ver.
La carta era de su madre:
“Perdóname, hija. No entendía que lo que llevabas dentro no era tu culpa. Dijiste que un día alguien vendría… alguien marcado como tú. Si ese día llegó, guíalos donde yo no pude. Que ellos encuentren lo que tú llamaste: la raíz del Ojo Dormido.”
Fernando cerró los ojos.
—La raíz… ¿Dónde empezó todo?
Eugenia le tomó la mano.
—Estamos más cerca. Pero aún no estamos listos para entrar en su sueño. Hay más que descubrir… y quizás más que temer.
Fernando asintió.
—Lucinda no es solo una víctima. Es una puerta. Tal vez… la primera.