Había una referencia en el diario de Lucinda que no coincidía con ninguna dirección ni calle reconocible: “la capilla del mármol rojo, donde la voz me habló por primera vez”. Aquel lugar parecía un mito, pero una nota al margen, garabateada con desesperación, los guió:
“En el bosque del sur, detrás del campo de álamos secos. Donde las piedras brillan aunque no haya sol.”
Fernando y Eugenia recorrieron durante horas un tramo olvidado de carretera rural. Finalmente, entre árboles muertos y maleza crecida, encontraron un sendero antiguo, apenas visible. Lo siguieron hasta un claro donde el tiempo parecía detenido.
Allí estaba.
La capilla era pequeña, de piedra rojiza, cubierta de hiedra. Sin cruz, sin campanas, sin nombre. Solo un símbolo tallado sobre el umbral: el Ojo Dormido… abierto.
—Este lugar no está en ningún mapa —murmuró Fernando.
—Tal vez nunca quiso estarlo —respondió Eugenia.
Entraron. El aire era espeso, como si el sueño se filtrara por las paredes. El interior estaba vacío, salvo por un altar de mármol rojo. Sobre él, un círculo grabado con los doce símbolos que habían visto en sueños, todos girando alrededor del Ojo.
Eugenia caminó en silencio, tocando cada uno.
—Aquí fue marcada. Aquí comenzó todo.
Fernando notó algo más: el piso tenía huellas quemadas, como si alguien hubiera sido arrastrado… o arrancado de su cuerpo. Se inclinó y encontró una pequeña losa suelta. Debajo, había un compartimento con una caja de huesos, un rosario… y una pequeña piedra negra con el símbolo del ojo grabado en blanco.
Cuando la tocó, su visión se nubló.
Tuvo una visión: Lucinda de niña, de pie frente al altar, sola, en una noche sin luna. Detrás de ella, una silueta envuelta en sombra le entregaba la piedra.
“Eres la primera. La que debe soñar lo que otros temen. Serás el puente.”
Fernando cayó de rodillas, temblando. Eugenia corrió a sostenerlo.
—¿Qué viste?
—Ella… no nació con el don. Le fue dado. Aquí. Por algo que… que no era humano.
Eugenia se estremeció.
—Entonces este símbolo… no es solo una señal. Es una herencia. Y el don no es un regalo. Es una llave impuesta.
Fernando se incorporó, mirando el altar.
—Si este fue el inicio, puede que el final también pase por aquí. Debemos volver. Pero ahora sí… debemos entrar al sueño de Lucinda.