Los fragmentos del recuerdo comenzaron a girar como piezas de un rompecabezas roto. Fernando y Eugenia intentaron avanzar, pero el entorno cambiaba sin lógica: una habitación se convertía en un bosque, un bosque en una cocina apagada, una cocina en una celda sin puertas.
Todo tenía algo en común: miedo contenido.
El aire sabía a llanto antiguo.
De pronto, el suelo desapareció.
Cayeron.
Despertaron sobre una losa de piedra agrietada, en lo que parecía un sótano circular, húmedo. Las paredes estaban cubiertas de dibujos infantiles hechos con carbón: figuras humanas tachadas, ojos por todas partes, y una niña acurrucada en cada esquina del muro.
Eugenia se estremeció.
—Esto… no es solo un recuerdo.
Fernando asintió.
—Es donde encerró lo que más temía.
Un crujido rasgó el silencio.
Desde la penumbra emergió una figura encorvada, que caminaba con los brazos colgando y la cabeza torcida. Sus pies eran de niña, pero el torso y los brazos estaban cubiertos de vendas manchadas. La cara estaba completamente tapada, salvo por una boca… cosida con hilo rojo.
La criatura se arrastraba como si cada paso le doliera. En sus manos tenía una muñeca rota, y en el pecho, grabado a fuego, estaba el símbolo del ojo.
Fernando sintió un vértigo profundo. No era una criatura cualquiera.
Era el Reflejo del Silencio: una construcción psíquica creada por años de dolor infantil, por la voz que no pudo alzarse, por las veces que Lucinda fue ignorada, callada, olvidada.
—No quiere que hablemos con ella —susurró Eugenia—. Quiere que nos perdamos en su grito silenciado.
El Reflejo los miró… o sintió, porque de sus vendas surgió un chillido ensordecedor. No fue un sonido. Fue un dolor, una angustia compacta que los hizo caer de rodillas.
Fernando intentó hablar, pero su voz no salía. Eugenia lloraba sin poder respirar. El sueño respondía a la desesperación de Lucinda, y ellos eran intrusos.
Entonces Fernando comprendió.
No podían luchar contra esa criatura. No era un enemigo. Era un eco que pedía ser escuchado.
Gateó hasta la figura y puso su mano sobre la frente vendada.
—No vinimos a hacerle daño. Vinimos a ayudarla a recordar quién era antes de que la callaran.
La criatura tembló.
La boca cosida comenzó a deshacerse. Los hilos cayeron como lluvia roja. Y, en un susurro rasgado, murmuró:
—Ella aún sueña… debajo del agua… donde nadie la oye…
Y desapareció.
El cuarto se desvaneció en una neblina azul. Solo quedaron Fernando y Eugenia, abrazados, respirando con dificultad.
Habían sobrevivido al primer guardián del subconsciente de Lucinda.
Pero sabían que lo peor estaba por venir.