El agua no era agua.
No mojaba. No pesaba. Era como sumergirse en recuerdos líquidos, densos como silencio acumulado.
Fernando y Eugenia descendían tomados de la mano, y a cada metro, el entorno cambiaba. A su alrededor flotaban objetos suspendidos en la penumbra: una sandalia infantil, un cuaderno manchado, una flor marchita, un anillo partido. Fragmentos del pasado de Lucinda, cada uno latiendo con un brillo tenue.
La presión emocional era abrumadora.
De pronto, un murmullo llenó sus oídos. No era uno solo, sino docenas de Lucindas hablando al mismo tiempo. Una decía “¿por qué nadie me creyó?”; otra, “no quería estar sola”; otra más, “quise olvidar para no romperme”.
Las voces se superponían, se multiplicaban, y luego se desvanecían cuando una imagen nítida emergió ante ellos.
Era una habitación blanca, con paredes blandas. Una joven Lucinda estaba sentada en una camilla, con los ojos perdidos y la piel marcada de símbolos, sus dedos temblando sobre una hoja en blanco. A su lado, dos médicos discutían sin mirarla.
—“Alucinaciones severas. Trastorno de identidad disociativo. Ingresos repetidos desde los once años.”
Fernando apretó los dientes. Eugenia dio un paso hacia la escena, pero esta se disolvió en agua negra.
—No la escucharon nunca —susurró Eugenia—. Siempre fue la loca, nunca la herida.
Continuaron bajando.
Ahora el lago era un pasillo oscuro, cuyas paredes estaban cubiertas de ojos cerrados. Cada ojo que abrían pasaban a ser suyos: veían a través de ellos una escena distinta de la vida de Lucinda. Su infancia. Su adolescencia. Las noches de insomnio. La pérdida de su madre. La voz del Custos hablándole por primera vez.
Pero había una puerta.
Una única puerta roja, sin manija, flotando en medio del agua. Fernando se acercó, pero al tocarla, fue absorbido por una visión.
Estaba solo. Eugenia no estaba. Lucinda no existía. Todo había sido un delirio. Su vida estaba vacía. Un hospital. Una celda blanca. Médicos mirándolo con lástima.
La realidad misma temblaba.
—¡No! —gritó Eugenia, desde fuera—. ¡Fernando! ¡No es real! ¡¡SOÑÁ CONMIGO!!
Fernando parpadeó. El agua volvió. Eugenia lo sostenía, empapada en lágrimas, en medio del abismo.
—Este lugar quiere que nos perdamos —jadeó ella—. Pero no venimos a buscar respuestas. Venimos a traer de vuelta a Lucinda.
Fernando la miró. Asintió.
La puerta roja se abrió sola.
Dentro había una niña dormida sobre una cama flotante. Tenía el cabello cubriéndole el rostro. El símbolo brillaba sobre su pecho, como un candado encendido.
Fernando se acercó y dijo su nombre.
—Lucinda.
La niña movió los dedos.
Eugenia tocó su frente.
—Ya no estás sola. Te estamos soñando con vos.
La niña abrió los ojos. No dorados, ni vacíos: humanos. Llenos de cansancio, pero vivos.
—¿Esto es real?
Fernando sonrió.
—No importa. Lo vamos a hacer real.
Y entonces, el agua comenzó a subir.
Todo el sueño tembló. Habían despertado algo.
Pero no sabían si era Lucinda… o la fuerza que la había atrapado desde el principio.